Un angelito…

 Huancas, cañón del río Sonche, Chachapoyas

En el distrito de Huancas a alguien se le ocurrió la peregrina idea de construir una cárcel y allí está, gigantesca e imperturbable, una colmena de ladrillos imbatibles poblada por delincuentes llegados de todas partes.

A pesar del desproporcionado desatino en esta pequeña población de la campiña de Chachapoyas la ilusión del alcalde y sus vecinos está puesta en el turismo. Y ese entusiasmo hace tiempo que logró despertar el interés de las autoridades del gobierno regional que se han puesto las pilas para organizar de mejor manera la llegada de los visitantes.

El día de hoy fui uno de ellos.

Dos soles cuesta el ingreso al impresionante mirador que permite apreciar en toda su dimensión el portentoso cañón a quince minutos de la capital de Amazonas. Antes de ingresar al circuito me tomé el trabajo de recorrer la localidad para quedar subyugado por la fuerza y el carácter de la raza que habita en esas fincas de adobe y techos de la mejor teja del mundo.

Huancas, como Lamas en San Martín, es una localidad que fue fundada en tiempos del señorío incásico por mitimaes traídos de otras latitudes, en este caso de los valles que fructifica el río Mantaro. Se nota aquella procedencia en los trazos de sus viviendas y en la vestimenta de los gentiles, sobre todo de los mayores…

En Huancas conocí a Gisela, una niña de once años que atiende con su hermano de seis la única tienda de artesanías y golosinas de la plaza principal. ¿Y vendes mucho?, le pregunto con la seguridad de escuchar una respuesta afirmativa pero su «apenitas» me desconcierta. ¿Y vas a la escuela?, le vuelvo a preguntar , «sí, a la de Huancas, cuando acabe sexto grado tendré que ir al colegio de Chacha, a una hora caminando».

¿Y te gusta tu pueblo?, le digo y los silencios se amontonan a pesar del cielo azul y lo hermoso del paisaje. Sucede que Gisela no es de Huancas y su casa, su verdadera casa está en Jancas, lejos, en otros valles, «a varias horas en ómnibus saliendo de Chachapoyas tempranito». ¿Y qué haces por aquí?, le digo. «Mi papá está en la cárcel, me cuenta sin asomo de culpas ni sonrojos, mi mamá lo va a ver de vez en cuando y yo espero».

Me cayo, mis preguntas me han llevado a una situación incómoda, no se qué decir. Gisela tiene once años y como tantos niños de este país debe soñar con el futuro. Me imagino que en sus sueños no habrán puertas que se cierran ni celdas que separan a los seres que más quiere.

Me despido, mi colectivo ha llegado y debo partir. Chau, Gise, le digo, espero que pronto veas a tu papi. «Gracias, señor», escucho y mientras me alejo no dejo de decirme que los ángeles viven, por lo general, al lado del infierno.

Qué viva esta otra patria

Chavín de Huántar, corredor de Conchucos, Fiestas Patrias 

No he sido muy afecto a desfiles escolares y celebraciones patrias en plazas públicas y paradas militares. Entre los pilares de mi formación personal no se encuentran el nacionalismo estrecho (que exagera el valor de lo propio) ni el culto al belicismo trasnochado que entiende al otro, ese que vive tras las fronteras impuestas por los gobiernos de turno, como el hermanastro dispuesto a quedarse con lo nuestro.

Si de celebrar fiestas cívicas se trata, prefiero la efervescencia de los bailes y arrebatos callejeros que convocan las fiestas patronales de los pueblos del interior del Perú. En dichos actos jubilares se ensalzan valores que unen a la gente, que las congregan, que sirven para hacerlas parte de un mismo colectivo, miembros de una patria que existe en la memoria de todos los reunidos para el festejo y la celebración. El discurso de los desfiles patrios en cambio suele detenerse en la hueca repetición de triunfos militares que se dieron en guerras fratricidas, en la mención de derrotas que se siguen lamentando, en el reiterado listado de odios inverosímiles.

Pese a mis personales reticencias asistí esta mañana al desfile ciudadano por fiestas patrias que convocó el municipio de Chavín y pude encontrarme con detalles que antes no había percibido como consecuencia de mi criticismo exagerado y mis fobias antimilitaristas. Les paso estos primeros hallazgos, estas primeras intuiciones de paseante distraído por la hermosa y bien cuidada plaza de Chavín.

Los peruanitos y peruanitas que desfilaron con gallardía y una seriedad que no había visto jamás en los jóvenes de estos lares, también sus porfiados maestros y sus padres, festejaban con desenfado y de manera muy propia un ritual distinto al que suelen reunir los cultores de los desfiles cívico-militares que exudan esos verticalismos y discursos exaltados que acabo de criticar. Ellos, los que marcharon con seguridad y premura –cientos, acaso más de mil participantes-, lo hicieron felices de ser parte de una manifestación popular cuyo objetivo no era otro que el del encuentro ciudadano y la exhibición de las destrezas aprehendidas. Y las habían de todo tipo: desde el uso magistral de los instrumentos musicales hasta el de la adecuada dramatización de las características de los habitantes de la costa, sierra y selva.

En Chavín de Huántar el rollo patriótico ocupó una franja menor, secundaria, casi imperceptible. En Chavín de Huántar lo importante fue el estar en compañía de todos los que forman el cuerpo ciudadano: colegios, clubes de madres, centros poblados, caseríos, comunidades campesinas, instituciones representativas. Estar con todos y festejar con todos. Una celebración de la fiesta nacional henchida de un localismo conmovedor.

¿Es posible soñar con una patria chiquita cuyos habitantes vibran con su historia local porque están orgullosos de su herencia cultural y no sienten el deseo apremiante de sumergirse en esa entelequia llamada país? Lanzo al aire esta ilusión, esta certeza antigua, la convicción forjada en tantos años de viajes por el Perú de que el verdadero desarrollo lo vamos a encontrar cuando construyamos entre todos los que vivimos a lo largo y ancho del territorio patrio un “querer existencial” común, producto del diálogo permanente, obsesivo entre todos y los beneficios de una buena educación. Esa promesa de la vida peruana que soñó en su momento el amauta Jorge Basadre.

Por eso hay que darle duro al tema educativo. Los miles de maestros que pueblan los colegios públicos y privados de la República y que valoramos tan poco, constituyen una reserva humana (me hubiera gustado decir ciudadana) importantísima para iniciar la revolución tantas veces postergada que habrá de conducirnos como colectivo al gran cambio. He visto en las calles de Chavín a un grupo de ellos, con sus trajes de ocasión y voz de mando, enhiestos, dirigiendo con soltura a sus muchachos, hombres y mujeres que van a poblar la geografía de este país antiguo y lleno de futuro. Si alguien –un Gastón Acurio cualquiera que desde el gobierno del Estado o desde la propia sociedad civil- los liderara con convicción la patria con la que soñamos estaría a la vuelta de la esquina, bien cerquita.

Sembrar agua para sembrar futuro

Chavín de Huántar, mes de la Mamita Callmi, corredor de Conchucos  

Soy asiduo lector de la revista Agronoticias, rara avis del periodismo escrito del Perú, una publicación dedicada íntegramente a la promoción del agro nacional que acaba de llegar a su número 400 sin mayores aspavientos. Su director, Reynaldo Trinidad Ardiles, es un hijo del campo a quien aprecio, un comunicador social autodidacto que desde hace 35 años destaca como una de las voces más calificadas para hablar de productividad agraria.

Precisamente estuve leyendo este fin de semana una entrevista suya publicada en la última edición de Agronoticias al Ing° César Dávila Véliz, un propietario del caserío de Masajcancha, Jauja que ha convertido su erial en un fundo lleno de vida, donde se cosecha agua en cantidades suficientes para que el gris del invierno serrano no se empoce sobre sus sementeras y bosquecillos de árboles nativos.

Si bien es cierto que en los Andes el agua, sobre todo la que proviene de las lluvias, es más abundante que en la costa; el líquido elemento –vaya eufemismo- escasea, es apenas una ilusión en muchas de las quebradas de la sierra peruana y más en temporadas de estío como la que venimos afrontando. Para los que tenemos la suerte de viajar por esta geografía de contrastes, hacia el final de las precipitaciones de estación -abril, mayo- el verde refulgente tan característico de los paisajes serranos empieza a perder su cromatismo para transformarse en amarillo, la tonalidad que decorará todos sus pliegues hasta el retorno de las lluvias, quizás en octubre.

César Dávila, estudioso del comportamiento de los ciclos del agua en la sierra de Junín y admirador confeso de las técnicas hídricas que nos legaron nuestros ancestros, se propuso sembrar agua en las veinte hectáreas que adquirió a precio de remate. Para ello construyó en La Cosecha del Futuro, su fundo en la comunidad campesina donde nació, zanjas, terrazas y andenes que le sirvieron para cosechar agua a borbotones y en tiempo récord. Hoy sus tierras no solamente han adquirido un precio inusitado en el mercado local, también le están sirviendo como gabinete al aire libre para graduar adeptos a una causa que parecía perdida.

Felizmente Dávila no es el último Quijote de esta batalla contra la sed que empobrece al campo nuestro quitándole rentabilidad. He conocido a varios. Uno de ellos, Hilderico Bocángel, cooperativista y mandamás del predio Ecoperlacha, en Lamas, región San Martín, moderno Melquiades que sobre la dura piel de un pastizal sembró aguajes, una palmera amazónica rica en propiedades curativas y una endiablada capacidad para concentrar agua. El aguajal de Hilderico le ha permitido en poco tiempo tener reservas hídricas suficientes para desarrollar en apenas tres hectáreas de superficie una propuesta de agricultura diversificada (café, cacao, cítricos, etc.) que ha empezado a generar esperanzas de tiempos (agrícolas) mejores en un rincón del país donde paradójicamente el agua llega a cuentagotas.

También en San Andrés de Tupicocha,  sierra de Lima, me he encontrado con esos quijotes en busca de molinos de viento. En el 2009 asistí a la cosecha del agua en Tupicocha (ver http://www.soloparaviajeros.pe/edicion20/viajeros.htm), allí sobre los 3500 mnnm campesinos de varias comunidades se reúnen cada año para llenar sus amunas, reservorios prehispánicos donde guardan el agua de las lluvias de estación para que aporten vida en las temporadas secas, de estrés hídrico. “Cuando amunan en la parte alta, lo apunté por allí, tienen más agua en la parte baja. Amunar es sembrar el agua y cosecharla meses después, en época de estío, cuando las lluvias se han ido y la tierra tiene sed de vida”.

Pienso mucho en este tema y en la poca productividad de la sierra nuestra, un territorio al decir de Pepe Climper, el campeón nacional de la agroexportación, ideal para la agricultura y la producción de riqueza. Tenemos que demostrar que el agua de las lluvias, si es que se utiliza el sentido común y el trabajo tesonero, se puede “guardar” para soñar con dos cosechas al año y seguridad hídrica para todos. Hombres y criaturas del campo incluido.

El reto de los peruanos que venimos trabajando con ahínco para que nuestra economía crezca más de 4,6 % al año es  encontrar recetas que nos permitan cuidar el ambiente y proveer a los pobladores de este país antiguo y pertinaz las herramientas necesarias para construir un mejor futuro. Sobre todo en las regiones donde  vive el 23, 9 % de pobres y pobres extremos. Vale decir en el ámbito rural. Allí donde la papa cuesta noventa céntimos el kilo y solo se produce una vez al año. Y el agua de las lluvias se pierde a vista y paciencia de todos.

Buen retorno, Jonathan, buen retorno…

San Bartolo, sur de Lima, playa Sur

Juan Carlos Ortecho, que de box sabe mucho, acaba de comentar en La Mula que el triunfo del peruano Jonathan Maicelo ante el armenio Art Hovhannysian, el viernes pasado en el Little Creek Casino de Washington, debe verse como un punto de inflexión en una carrera pugilística que empezó con promesas de llegar lejos y que en un momento se fue ensombreciendo por acción y omisión, entre otras cosas, de ese “ínfimo medio nacional -farandulero se entiende- y sus miserias cotidianas”.

Tiene razón. La tentación de la carne (televisiva) casi termina con la carrera del muchacho bueno de los Barracones, el barrio bravo en el corazón mismo del Callao del que todos hablan y pocos conocen. Jonathan estuvo a punto de caer por KO sobre la lona de esos mismos sets televisivos donde reinan Andy V, Jean Paul Santa María y una legión de buscadores de fortuna y reconocimiento mediático.

El boxeador quimboso y desafiante, el púgil que arriesgaba todo en cada finta, en cada movimiento de cintura, se había convertido en los meses previos a su histórica caída en Los Angeles frente al ruso Rustam Nugaev en un habitué frecuente de todos los programas de la telebasura made in Chollywood.

Allí tuvo un reinado efímero, rutilante; durante varias semanas fue el responsable de algunos triunfos memorables en la lucha por el rating de esos mismos programas que dejaron de invitarlo cuando  besó la lona en abril del 2013 y pasó a ser motivo de  burlas y escarmientos masivos. “Ya fue Maicelo, está acabado”, comentaron las giselas y los betortiz antes de olvidarlo para siempre.

Pero Jonathan ha vuelto y a lo grande a pesar de la dureza del combate tan lejos de casa…

A Maicelo lo he visto fajarse desde sus inicios en el cuadrilátero que sus primeros seguidores improvisaron en el patio del colegio Los Reyes Rojos; allí Martín Carvallo, su más decidido promotor, su hincha número uno, patrocinó sus combates aurorales, creyó en él y lo acompañó en su rapidísimo ascenso en los rankings donde tenía que figurar.

En los momentos de esporádico descanso, Jonathan, gracias a la fe que Martín tenía en sus puños y también en su pundonor, se inició como profesor de box en el “ring” que improvisamos para él y sus pupilos en el sótano del colegio barranquino. En ese “rincón del box” aprendió los rudimentos de este deporte de machos mi sobrino Gonzalo Pizarro, buen fajador; también mi hijo Guillermo y muchos más. Jonathan Maicelo los acompañó, a ellos y a otros, golpe a golpe, por la senda de un deporte sin muchos blasones por estas vecindades de la misma ciudad que habitamos.

Eran otros tiempos, recién asomaba Kina y Chiquito Rosell  todavía compartía patio en Los Reyes Rojos con Jonathan y algunos otros. Entonces empezó la queja, la molestia de algunos, la incomodidad, “que por qué que se hace box en el colegio”, “qué sentido tiene estimular un deporte tan peligroso”, “por qué no mejor otra cosa” y todo el arsenal de incomprensiones que se puede imaginar.

Había que tomar decisiones y se tomaron las mejores, las veladas boxísticas siguieron produciéndose, Gigi Deza continuó su corta carrera de Elejalder Godos local y Maicelo pasó a convertirse en el engreído de cierta prensa interesada en crear mitos y mitologías. Desde los años dorados de Marcelo Quiñónez (o Fernando Rocco o Romerito, sí el que tumbó a Boom Boom Mancini) no habíamos tenido una promesa como la que representaba este joven sensación que había escalado tanto gracias a su indudable carisma y espíritu retador.

En mayo del 2009, azorado por los comentarios de algunos escribí una carta a la comunidad de Los Reyes Rojos apoyando al chalaco. No quiero dármela de pitoniso ni repetir “el yo lo descubrí”; por allí no va la cosa, solo quiero rememorar con algunas de las personas con las que me quejé entonces de esa actitud despreciativa –tan limeña-  contra quien solo tenía como armas puños y toda la rabia del mundo para enfrentarse a las exclusiones y derrotar esos olvidos sociales que existen y a montones. Esto fue lo que dije entonces en nombre de los profesores del cole y de tantos amigos más:

«Creemos en Jonathan Maicelo, nuestro profesor de box. Creemos en su lucha constante para derrotar la pobreza a puño limpio y tremendo esfuerzo. Creemos en su confianza y deseos de llegar lejos. Y porque creemos en él, nos hemos animado a acompañarlo un poco en el camino que ha elegido en el difícil mundo del boxeo profesional. Jonathan quiere ser campeón mundial en su categoría y estamos seguros que lo va a conseguir. Desde hace tres años nos acompaña, y al igual que Wally Sánchez o Carlitos Elías, el suyo es un ejemplo cotidiano de empeño y constancia. De lucha».

«Maicelo avanza rápido y pronto se convertirá en un ídolo nacional del deporte peruano. Para nosotros ya es todo un campeón. Como Kina Malpartida o Sofía Mulánovich».

«Es por ello que le hemos prestado nuestra casa para que pueda fajarse con uno de los tantos rivales que tendrá que sortear para aspirar al título mundial. Maicelo se enfrentará a un duro púgil mexicano este jueves 28 de mayo a las ocho de la noche. Si ustedes se animan a venir, les aseguramos una velada inolvidable. “El Depredador” anda invicto y ha prometido seguir en racha. Las entradas cuestan 30 soles, pero Maicelo nos ha conseguido un pequeño lote a 20 soles. Sería lindo contar con su presencia, como les dije, Maicelo es un reirrojino más luchando por salir adelante. Es un bravo».

Un bravo, sí, un bravo.

Bienvenido de nuevo a casa, Jonathan, al barrio de siempre,  a esta esquina de la patria donde  la perseverancia, el trabajo constante, las ganas de no ceder, de ganarlo todo, son moneda corriente, de todos los días. La otra, la de los flashes y el aplauso momentáneo no sirve de mucho, agota y es tan perversa -y traidora- como los diez segundos que dura la cuenta final, esa que es bueno conocer antes de tentar la gloria.

Y tú ya la conoces…

Hijos de otros dioses

Puerto Esperanza, Purús, región Ucayali, borde territorial del Parque Nacional Alto Purús

Hace unos días, en Puerto Esperanza, estuve a punto de conocer a José Carlos Meirelles, el mítico defensor de los indígenas amazónicos, lamentablemente mi avioneta aterrizó en la capital de la provincia de Purús poco después de su partida, así que me tuve que quedar con los crespos hechos. No importa, ya habrá tiempo de conocer al antropólogo que junto a Sidney Possuelo le dio vida a la FUNAI, la Fundación Nacional del Indio del Brasil, la institución que en su momento supo ponerse al frente de la lucha por los derechos y la vida de los indígenas no contactados que todavía habitan en el gigante sudamericano.

Quien sí lo vio y tuvo la suerte de compartir con él gratísimos momentos fue Max Villacorta, el biólogo responsable de la WWF en Puerto Esperanza para quien “los indígenas en aislamiento no reconocen las fronteras que han impuesto los gobiernos y se trasladan de un país a otro en busca de los recursos del bosque o simplemente para escapar de las presiones que madereros y otros invasores imponen sobre sus territorios”. Max vive desde hace buen tiempo en esta alejada localidad de Ucayali y desde su llegada a Puerto Esperanza trabaja en un programa que su institución ejecuta en el Parque Nacional Alto Purús; por eso es que conoce como pocos la situación de las poblaciones que habitan dentro del Parque Nacional y en la Reserva Comunal Purús, un área de 200 mil Km2 de extensión creada en el 2004 por el gobierno peruano para proteger a los pueblos en aislamiento que se desplazan por el interior de la floresta de una de las regiones más biodiversas y ricas en recursos naturales del planeta que estamos destruyendo.

“No pude contener las lágrimas cuando Meirelles me mostró las imágenes de un campamento de indígenas en aislamiento y pude ver por primera vez sus rostros, sus cultivos, sus herramientas, sus armas con las que resisten la ocupación de sus espacios de vida”, me lo refirió Max en su oficina mientras tomábamos desayuno con Rulo Santivañez y Gonzalo Lugon, de Camino Films, el equipo con el que nos hemos asociado para producir reportajes viajeros. “Meirelles ha convivido con ellos, no está bromeando”, agregó como queriendo cerrar de un solo plumazo una discusión que se ha hecho fuerte en Lima y que tiene como protagonistas, de un lado, a los que quieren demostrar la inexistencia de grupos humanos fuera de la civilización occidental y a los que, de otro lado, los anima el convencimiento de que en la Amazonía peruana habitan seres humanos que han decidido rechazar el contacto y siguen viviendo en la edad de piedra.

Los indígenas en aislamiento voluntario o no contactados -o calatos, como los llaman en tono despectivo los mestizos que viven en los pueblos y ciudades de la selva peruana- forman parte de una realidad social que hay que asumir sin demora. Constituyen una población minoritaria -los especialistas del SERNANP calculan que deben ser 500 o 600 los que todavía perviven en el Purús- que se encuentra amenazada por doquier, atrapados entre muchos fuegos, en franco proceso de aniquilamiento. Mereilles los defiende en Brasil y durante las horas que visitó Puerto Esperanza intentó llamar la atención de las autoridades peruanas sobre este drama sin obtener la respuesta que esperaba. Lamentablemente no somos un país que se destaque por la defensa de sus poblaciones autóctonas, eso me queda claro. Y menos cuando se trata de los derechos de un grupo de hombres y mujeres que habitan las mismas geografías que los consorcios poderosos que dominan el mundo intentan reducir a nada a cambio de sus riquezas naturales. Qué horrible.

Les dejo el video que mi amigo Max Villacorta recibió de manos del propio José Carlos Mereilles, el buen samaritano que sigue creyendo en un mundo mejor para todos sus hijos:

Los dioses chavín conquistan Europa. Una exposición peruanista en Zürich

Para revista Viajeros 32

Encontrar el Museo Rietberg en Zürich no es tarea fácil, a mí me tomó varias horas caminar las veinte cuadras que había que recorrer para llegar desde mi alojamiento en el cuarto piso de un hotel para mochileros en Niederdorfstrasse al barrio donde se levantan las instalaciones del gabinete de culturas exóticas con más alcurnia de esta parte del viejo continente. Entre mi cubículo poblado de turistas de todos los pelambres y el museo donde se exhiben las piezas Chavín que llegaron a esta ciudad junto al rio Limmat, se extiende un jardín público de dimensiones colosales poblado por estatuas y árboles centenarios que a duras penas pueden cargar las toneladas de historia que se acumulan en esta villa donde alguna vez reinó Carlo Magno.

La historia que he venido a narrar, desde allende los mares, se inició en las sobrias instalaciones de otro museo de renombre, el Museo Nacional de Chavín, en los andes peruanos, allí, en la sobria oficina de Marcela Olivas, su directora, me enteré de la exposición que se estaba preparando con paciencia y mucho empeño, gracias a un acuerdo de colaboración entre el afamado museo suizo y el Ministerio de Cultura peruano. “Va a ser la primera vez que las piezas Chavín, las que alguna vez admiró Tello, salgan del país para deleite del mundo entero”, la admonición de Marcela fue suficiente para empezar el viaje a las antípodas.

En Lima, el equipo de campo de Swisscontact, la fundación que impulsa un proyecto de turismo en Chavín y el corredor de los Conchucos, se puso de inmediato a trabajar. Para Leonor Rodríguez, una devota del turismo sostenible, la oportunidad era más que propicia para empezar a poner en valor los tesoros que nos legaron los antiguos Chavín, la cultura matriz de estos pagos cuyo monumento ha sido considerado por UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Hablar de esta civilización es hablar de tres mil años de historia…o más. En el célebre monumento y en las zonas aledañas, principalmente en La Banda, una colina que antojadizamente pertenece al distrito de San Marcos, el equipo del Dr. John Rick, de la universidad de Stanford, ha encontrado evidencias suficientes que testimonian una ocupación humana que podría remontarse fácilmente a 8 mil años atrás, mucho antes que Caral y sus congéneres.

En el punto de encuentro de los ríos Wachecsa, que desciende misterioso de la Cordillera Blanca y el Mosna, que serpentea buscando el camino al Marañón, se levantó un complejo hidráulico sin parangón en el mundo antiguo, un monumento al agua que sorprende a los arqueólogos por la majestuosidad de la obra en sí y por el uso que los chavinos debieron darle durante los años de su hegemonía. Solo en la explanada norte, refirió el Dr. Rick durante la presentación de los avances de la campaña de investigación del año pasado, se ha logrado determinar la existencia de 60 sistemas de canales, un dédalo subterráneo por donde ingresaba y salía el agua del monumento. “Donde escavamos, encontramos canales”, comenta con admiración el compañero de cuitas científicas del Dr. Luis G. Lumbreras, otro de los implicados en esta historia.

El Monumento Arqueológico Chavín es una pieza única de nuestro pasado arqueológico. Una obra maestra, se me ocurre especular, de lo que las sociedades hidráulicas del antiguo Perú lograron desarrollar. Pienso entonces en el Dr. Cabieses, alguna vez me dijo que el manejo del agua fue el gran aporte de los pueblos del Perú originario a la civilización planetaria.

Los Dioses Chavín llegan a Europa

Benjamin Lang, responsable para Sudamérica de Swisscontact me recibe en su oficina de Zürich y lo primero que me dice es que no pudo ingresar al salón del museo donde se realizó la ceremonia de inauguración de la muestra Chavín el pasado 11 de noviembre. “Había tanta gente que se tuvo que cerrar los ingresos, muchos solo pudimos ver las imágenes a través de un monitor de televisión”, agrega. Lo mismo me comentó el biólogo Jan Baiker, un suizo que ha hecho de las tierras boscosas del Apurímac su patria adoptiva. A la ceremonia asistieron el Ministro de Cultura del Perú Luis Peirano, nuestro embajador en Suiza, las máximas autoridades del gobierno de ese país y una pléyade de estudiosos del universo Chavín, entre los más destacados el Dr. Lumbreras y los esposos Rick, tres académicos que han dedicado parte de su vida profesional al estudio de una civilización que durante cuatro meses tuvo anonadados a los habitantes de la ciudad más culta de Suiza. Fui testigo de ello.

Mi arribo a Zürich se produjo una semana después del inicio de la muestra así que no pude encontrarme con Marcela Olivas, la comisaria nombrada por el gobierno peruano para el traslado de las piezas Chavín a Europa, tampoco con el ministro Peirano quien me había manifestado a través de un correo su total complacencia con el esfuerzo binacional. La ciudad del lago Zürich me recibió en medio de los cambios de estación que suelen llenar de fantasía y de nieve las callecitas de piedra de una ciudad varias veces centenaria. Durante mi primer paseo matutino, en la Bahnhofstrasse, el corazón financiero suizo, me fui de bruces contra un cartel que invitaba a la muestra. Toda esa mañana, mi primera mañana en Zürich, tropecé con más carteles, de todos los tamaños, promoviendo la fiesta peruanista en el museo Rietberg, el más encumbrado de todos los que animan la vida cultural de la ciudad.

El museo Rietberg es fastuoso, se encuentra en la parte superior de una loma en cuyas laderas y bosquecillos se juntan los niños para jugar con la nieve o lanzarse en sus pequeños trineos metros abajo. Reputado en Suiza y en el resto de Europa por la temática etnográfica de sus exposiciones resultaba, no me queda ninguna duda, el lugar ideal para presentar una muestra como la que he venido a conocer. Por Marcela sabía del esfuerzo realizado para reunir piezas dispersas en ocho museos del planeta tan disímiles como Washington, Nueva York, Ohio, Missouri y Filadelfia. Peter Fux, un arqueólogo suizo con varios años de trabajo en el Perú y apasionado como pocos de la estética Chavín fue el encargado de curar la muestra. “Ha sido mi primer encargo como curador, acabo de escucharlo en el auditorio municipal de Chavín, en Conchucos, felizmente todo salió como lo habíamos planeado”. Es cierto, los 1300 m2 de la modernista Sala Esmeralda se lucieron con las piezas que los arqueólogos y museógrafos peruanos eligieron con descomunal esmero. No era para menos, había que estar a la altura de las muestras del Museun Rietberg Zürich dedicadas al arte tradicional de Camerún, México, China, Japón o Corea.

Hablando con los Dioses

La dama con el vestido de Chanel rojo no puede ocultar su asombro, se acerca a la vitrina y copia en una libreta Molesquine lo que yo también he anotado: “Cette exposition a été organizée por le Musée Rietberg avec les plus eminents archéoloques mondiaux et le Ministere de Culture du Pérou”. Respira profundamente y trata de entender tanta belleza. Nos hemos tropezado en la sala tres de la muestra y la estela antropomórfica de Pacopampa, una pieza traída desde el Museo Larco de Lima, cuya representación de una vagina dentada, inmensa, poderosa es evidente, la ha dejado demudada. A mí también, lo confieso. Las piezas líticas Chavín –y las coronas, máscaras bucales, pendientes en oro, perlas en collar, textiles- que se exhiben en Zürich, juntas por primera vez, desafían al más escéptico por su inconmensurable belleza, acabado y extraordinario mensaje llegado desde los confines de la tierra y el tiempo: “No he visto nada tan magnífico como esto, el arte lítico Chavín supera al de las demás culturas de la antigüedad”, se anima a confesarlo Peter Fux.

Dos salas más adelante, la misma mujer conversa con una pareja de gente mayor, lo puedo deducir por sus pasos cansinos y la obsesión por atraparlo todo. Una botella de barro encontrada en Kunturhuasi, Cajamarca, La nid du Condor, leo en el escaparate, ha llamado su atención. “Los chavinos guardaban en estos depósitos los brebajes que preparaban con cactus San Pedro”, comenta el hombre con anteojos de carey. Trato de confirmárselo, la wachuna, un sicotrópico utilizado en el Antiguo Perú con fines mágicos fue parte de la cosmogonía de este pueblo que supo representar en las archiconocidas cabezas clavas, sí, esas que poblaron nuestro imaginario escolar, los efectos del menjunje en el rostro de los festejantes.

En la sala cinco un grupo de escolares fuera del horario de clases permanece de pie, estático frente a dos piezas textiles, ponchos, en el buen decir de los peruanos, que de seguro alguna vez ataviaron a los mensajeros de estos mismos dioses que empiezan a apoderarse de este pedazo de Zürich. Veo en sus rostros asombro, fascinación por la precisión en los detalles y el buen estado de conservación de las prendas que han llegado desde Cleveland. En una última sala, ya voy saliendo de la muestra, han pasado tres horas desde mi llegada y el sonido de unos pututos a la distancia, me inquieta más de la cuenta, otro grupo, nuevamente gente mayor, espera la salida de cuatro o cinco personas que ingresaron a un cubículo donde se ha reproducido, como en el Monumento Arqueológico Chavín, el lanzón monolítico que caracteriza a los chavinos de todos los tiempos. La dama vestida de rojo está a mi costado, la dejo ingresar a la sala y me oreparoi para otro momento épico. La música, seguramente la misma que el trompetista suizo Michael Flury interpretó en la plaza del Museo Nacional de Chavín junto al saxofonista Jean Piere Magnet y el especialista en sicoacústica Miriam Kolar sacude a todos los presentes. Es una epifanía chavina en la Europa más culta.

La dama de rojo y yo no podemos ocultar la emoción, quinientos años después de la llegada de Colón y de Balboa al nuevo continente, un milenio, o dos después de haberse apagado, tangencialmente, la magnificencia y los bríos de una civilización enclavada en las montañas más altas del Perú, sus dioses retornaron para hablarnos de otros tiempos y de los mismos afanes. Zürich estaba rendida a sus pies, bajo su sortilegio.

Sin embargo, pequeña pero necesaria digresión, en nuestro país lo Chavín, si hablamos de apropiaciones culturales y boom del turismo, hace mucho que perdió preponderancia, valor, lo voy a decir de una vez, en el intercambio cultural. Otras manifestaciones de nuestro gigantesco acervo patrimonial han venido a ocupar el sitial que alguna ve le tocó ocupar. Caral, el revitalizado Machu Picchu, Sipán, la ruta Moche, Túcume, han adquirido mejores credenciales, de repente mayor exposición mediática y hoy brillan con luz propia. “Sesenta mil visitantes llegaron al Monumento Arqueológico Chavín el año pasado, anota Enrique Muñoz, su director, ¿acaso no podemos soñar que vengan muchos más?”. Zürich, el Museo Rietberg, lo dice, es un ejemplo de los podemos hacer con lo mucho que tenemos para mostrar. Ha llegado el momento de hacerlo.

Viajar para contarlo. Una revolución que está tocando nuestras puertas

Para revista Viajeros 32

No me queda ninguna duda, la revolución que estamos viviendo los peruanos empezó cuando Gastón Acurio, el célebre cocinero de la exclusiva lista de San Pellegrino, decidió abrir en 1994 su primer restaurante limeño. Los cuarenta y cinco mil dólares que a duras penas pudo juntar gracias al apoyo de amigos y familiares fueron suficientes para echar a andar el sueño, ese que ingas y mandingas, peruanos de todas las condiciones sociales, hicieron suyo, el de un país a punto de reconciliarse con su historia, sus tradiciones, su estructura más interior. El de un país que está aprendiendo a mirarse a sí mismo, a viajar por sus entrañas…

La cocina peruana se ha vuelto un arma de combate contra las exclusiones y sus fogones, olores y sabores, no hay que ser muy zahorí para advertirlo, han contribuido muchísimo más a transformar la sociedad peruana que todas las aventuras políticas que hemos tenido que soportar en las últimas décadas. Cuarenta mil millones de soles, el 11.2 % de nuestro PBI, se mueven alrededor de la gastronomía peruana; cinco millones de personas, directa o indirectamente, están involucrados en una actividad capaz de generar el doble de dinero que el que produce la minería. Las cifras hablan por sí solas: 120 escuelas de cocina funcionan en el Perú, 50 mil jóvenes se preparan en sus aulas para integrarse a una revolución productiva que nos ha devuelto la esperanza; el 48 % de las turistas que ingresan por el aeropuerto Jorge Chávez lo hacen atraídos por nuestra comida. Lo ha dicho el influyente periodista Jaime Bedoya, Gastón es uno de “los más proactivos, impulsores de la autoestima y la identidad nacional”.

El turismo en la mira
“La clave está en entender que somos una gran nación, con una gran cultura viva” señaló el propio Acurio en el célebre discurso que diera en el 2006 durante la inauguración del año académico en la Universidad del Pacífico. En esa disertación Gastón expuso por primera vez su hoja de ruta, su intención de transformar el destino de un país que empezaba a dejar atrás la agonía de treinta años de terrorismo y crisis económicas. En la perorata que cientos de estudiantes siguieron con atención, llenos de entusiasmo, el creador de Astrid & Gastón confesó su deseo de generar una serie de negocios novedosos alrededor de la cocina peruana y las marcas que ésta fueran generando. “Crearemos, lo dijo, lo tengo grabado, una cadena de hoteles boutique en lugares paradisíacos de nuestro país, con un espíritu peruano latino, donde el diseño, el buen precio, el servicio pero espontáneo y la gran cocina avalada por nuestras marcas serán la clave de su crecimiento y de su internacionalización”.

Gastón ha seguido revitalizando durante los últimos años el sueño del país que todos queremos. Una universidad en los arenales de Ciudad Pachacútec, en Ventanilla, uno de los rincones más pobres de la nueva Lima; la organización de los festivales gastronómicos Mistura, la inauguración de nuevos emprendimientos culinarios a lo largo del mundo, giras de promoción, conferencias, publicaciones de libros, reconocimientos y galardones lo han tenido al filo de la navaja, ocupadísimo en ajetreos de todo tipo y también en ganar para la causa a personalidades tan influyentes como Ferran Adrià, el cocinero catalán del restaurant El Bulli, considerado alguna vez por la revista Time como una de las diez personalidades más innovadoras del planeta. Adrià se ha convertido en un visitante frecuente y en un embajador muy animoso de la marca Perú: “es increíble que en vuestro país los chicos tengan tanto interés en ser cocineros como antes lo tenían por ser futbolistas”, lo dijo el mismo día que apuntó esta otra flor: “Gracias a su cocina el Perú es un fenómeno mundial”.

Sigo la prédica de Gastón desde hace mucho tiempo y como él pienso que las oportunidades para convertir “lo nuestro” en un activo cultural y natural de primer orden sigue siendo una tarea pendiente, un ejercicio para la imaginación y el espíritu emprendedor de los habitantes de una nación privilegiada, con más de diez mil años de historia y todos los climas del planeta. Lo dijo alguna vez el gran José María Arguedas: “No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todo los grados de color y de calor, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente común, se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta del Qoyllur R’íti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a cuatro mil metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo”.

Es imprescindible tomar por asalto ese cielo que se nos está presentando y convertirlo en una constelación de productos, conceptos y marcas que revolucionen el statu quo y asombren al mundo. Como lo dijera Acurio en ese discurso, tenemos que ser los suficientemente hábiles para sacarle provecho a los nuevos tiempos y sembrar nuestro camino de propuestas peruanas en artesanía, diseño, moda, joyería, agricultura y productos orgánicos, música y tantas otras actividades e industrias donde nuestro valor diferencial asombra al mundo.

En esa lógica el turismo debería ser el próximo territorio a conquistar, la próxima batalla por ganar. Se trata de otro concepto, de otra idea-fuerza con capacidad de generar amor propio y conciencia de pertenencia. Eso lo han entendido muy bien los principales capitanes de barco del sector turismo y los funcionarios de Prom Perú, la activa oficina gubernamental de promoción de las exportaciones y el turismo. Gracias al esfuerzo de este tándem y al empeño de miles de emprendedores a lo largo y ancho de nuestro territorio las estadísticas se han disparado favorablemente: este año arribarán a nuestro país 2 millones 800 mil turistas extranjeros y se estima que serán 36 millones los peruanos que realizarán viajes por el interior en el 2013. Hoy por hoy el turismo representa la tercera fuente de divisas, ha logrado superar el millón de empleos a nivel nacional y es un sector que aporta más de 3 mil millones de dólares a la economía peruana. Un boom sin precedentes que estamos empezando a capitalizar.

Un país para viajarlo todo
Las oportunidades para seguir creciendo, de convertir al turismo en un artículo de primera necesidad, son todavía inmensas. Claudia Cornejo, viceministra de Turismo, comentó hace unos días, durante la presentación del Plan Estratégico Nacional de Turismo (PENTUR), que los objetivos trazados para el año del Bicentenario son todavía más promisorios: cinco millones de visitas al año, generación de divisas por US$ 6,852 millones y un millón 274 mil
empleos.

En esa línea de crecimiento se circunscribe la campaña “¿Y Tú que Pones?” que lanzó en octubre pasado el Ministerio de Comercio Exterior y Turismo (MIncetur) para promover el turismo interno y crear una cultura de viajes entre los peruanos. Se trata de una estrategia, lo ha dicho María Soledad Acosta, sub directora de Promoción de Turismo Interno de Prom Perú, “que intenta construir una cultura de viaje que haga posible que los peruanos se planteen en sus tiempos libres la posibilidad de conocer, de viajar, de salir por el Perú”.

Para hablar de esto y de otros temas vinculados a valorar lo nuestro visité a Ernesto Melgar, gerente de Comunicaciones y Marca del Banco de Crédito del Perú (BCP). Sostengo desde hace muchos años que los peruanos somos viajeros por antonomasia, tenemos en nuestro ADN nacional el gen del movimiento perpetuo. Desde las épocas aurorales, desde que descubrimos que la única manera de dominar los extremos del territorio que nos tocó poblar pasaba por controlar sus variados pisos ecológicos, hicimos de los caminos una obstinación. Volver a esa costumbre inveterada debería ser política de Estado. Ernesto, quien se desempeñó hace algunos años como gerente de marketing en Prom Perú, me dio algunas luces: “Si el Estado peruano desarrolla programas serios para generar esta cultura que a la larga traerá bienestar económico y mayor productividad en todos los niveles, logrará el apoyo de todos los sectores de la sociedad”.

Tiene razón, cada vez más la vida moderna le quita a los ciudadanos ese tiempo tan valioso que antes dedicaba a sí mismo. La revolución digital –que hace que llevemos a casa los pendientes de la oficina- y en muchos casos la necesidad de solventar los gastos que la propia modernidad nos pone por delante, ha hecho que olvidemos la importancia que tiene para alcanzar una vida plena la inversión en nosotros y en los nuestros. Un último estudio realizado por Ipsos Perú entre gerentes y sub gerentes menores de 46 años en nuestro país arroja cifras de terror: el 75 % de ellos confiesan haber sacrificado sus relaciones interpersonales con el objetivo de obtener el ansiado éxito profesional. Lo que es peor aún, nuestros profesionales top dedican diez horas diarias a su trabajo y por lo general no logran desconectarse de sus obligaciones laborales durante los fines de semana. “En el consultorio, me lo comentó en su momento el sicoanalista Fabián Ramos, un viajero frecuente, suelo toparme con gente a la que les deben cincuenta, setenta días de vacaciones. No solamente habría que tomar en cuenta el agotamiento que esto conlleva; sino también cuánto abona dicha situación al desarrollo de una pensamiento narcisista que no ayuda a un posicionamiento objetivo al interior de una empresa”.

Son víctimas fáciles del síndrome de la vida ocupada, un problema de desconcentración y pérdida de memoria que los científicos de un instituto de Glasgow, Escocia han “descubierto” y que algunos laboratorios europeos pretenden enfrentar utilizando memantina, un fármaco recetado para tratar el Alzheimer. Este estilo de vida frenético, definido por las múltiples ocupaciones que los hombres y mujeres, desde temprana edad, van adquiriendo fuera del hogar, de la familia, amenaza con destruir los cimientos de la sociedad. Los padres de familia no tienen tiempo para resolver los problemas de sus hijos, estos van creciendo sin el consejo oportuno o la presencia física de quienes están llamados a influir positivamente en sus vidas.

Los viajes pueden servir de eficaz antídoto contra este mal de la vida contemporánea. El mapa del Perú debería convertirse en esa habitación al aire libre que requerimos como colectivo para saldar esas pequeñas cuentas que tenemos pendientes con los nuestros. Un amigo me contó lo positivo que fue ´para él y su hija de trece años encontrarse en una playa del norte para hablar de los problemas de relación que la adolescente tenía con su madre. Cuánto le debo, personalmente, a la Cordillera Blanca, allí pude hablar con mis hijos de veinte y veintidós años de los tiempos por venir y de la alegría inmensa que sentía al verlos sólidos y llenos de planes.

Viajar le ha permitido a Luis Beingolea, funcionario de una importante división de Scotiabank y un convencido de las ventajas del trabajo en equipo, poner en orden sus ideas y organizar de mejor manera su trajín laboral. Hoy Jani, como lo conocen en el banco, es una referencia obligada cuando se trata de planear una nueva salida o planificar las vacaciones que se vienen, su data viajera no tiene pierde y toda su oficina la consulta. Gabriel Álvarez, Gerente General Adjunto de Aranwa Hotels Resorts & Spas me comentó que cuando sale de viaje se inspira y obtiene las ideas que necesita para cumplir con las responsabilidades que tiene en la cadena hotelera.

“Un trabajador contento, es un trabajador comprometido con la empresa; un empleado desmotivado, en cambio, produce un mayor costo, al bajar su productividad”, nos dijo Bruno Giuffra, el conocido analista económico, cuando decidimos conocer sus opiniones. Para él, la necesidad de conciliar la vida familiar y laboral es uno de los grandes retos a los que se enfrenta el mundo empresarial, cada vez más consciente del alto valor del capital humano disponible. Es cierto.

Tareas pendientes
Es necesario volver a las raíces. Antonello Gerbi, un publicista italiano que vivió en el Perú hace más de cincuenta años, escribió en uno de sus libros más leídos lo siguiente, siempre lo cito: “El Perú es un Camino. Otros países pueden resumirse en un símbolo geográfico. Egipto es un valle, el Brasil una selva, la Argentina una pampa, Siberia una estepa, Inglaterra una isla, Panamá un istmo cortado y Suiza un puñado de montañas constelado de hoteles”. Y como quiera que nuestro país es un camino, inagotable, infinito, inabarcable, hay que empezar, de verdad, a recorrerlo. A caminarlo para reconocernos parte de un mismo destino, a andarlo –a pie, en grupo, en familia- para sentirnos parte de una colectividad antigua que fue capaz de crear civilizaciones extraordinarias en el corazón de un paraíso natural.

Gastón Acurio empezó el cambio, no tengo la menor duda y fue claro al señalar en el histórico discurso en la Universidad del Pacífico que “las revoluciones empiezan de arriba hacia abajo, es más fácil conquistar corazones haciendo alta cocina que haciendo sánguches”. Sigamos esa máxima, llenemos las rutas del Perú de pasajeros dispuestos a asir nuestro inmenso patrimonio para utilizarlo de insumo en la construcción de mejores mundos interiores. El viajar nos encuentra con nosotros mismos y nos hace habitantes de un mejor planeta. Los líderes empresariales han entendido antes que otros la tarea, ahora viajan por el Perú y vuelven renovados, solo falta que esa emoción por conocer lo nuestro se traslade a las organizaciones que dirigen y que cada trabajador peruano se siente pasajero de ese mismo camino. Entonces podremos decir que una nueva revolución ha estallado para beneficio de todos.

Vivir en el paraíso. Angélica y las islas Galápagos

(Isla Isabela, archipiélago de las Galápagos, Ecuador) Angélica se llamaba la muchacha. Yo andaba solo, ella buscaba compañía,  de eso estoy seguro. No era un día cualquiera en Puerto Villamil, isla Isabela, la más volcánica y bella de las ínsulas que conforman el archipiélago más famoso del planeta, el de las Galápagos; no, ese día se coronaba a Miss Isabela y los juegos de artificios salpicaban de vida la noche. Conversamos un  poco, con reticencias. Ella era de Guayaquil y estaba en la isla por trabajo. Cocinar en un hotel –aunque este sea delicado y amigable como La Casa de Marita- proporcionaba mayores ingresos que en el continente. Yo estaba de paso. Le pregunté por el malecón sobre el río Guayas y le dije, con convencimiento y como queriendo romper el hielo que provocaba mi aspecto de turista, que su ciudad me había parecido acogedora y democrática. “Entonces no la conoces, me dijo, todo lo que sucede dentro del malecón no es Guayaquil. O, en todo caso, yo no vivo en esa ciudad”.

Lo entendí perfectamente. Los mundos en mi ciudad –y en la suya- siempre están divididos. Cuando uno viaja ocupa por momentos un segmento o el otro. Mi estancia en Isabela, al menos para ella, habitante de algún arrabal de los alrededores del puerto, tenía que ser como la de cualquier visitante. Lo tomé con calma y volví a lo mío, que no era otra cosa que tratar de captar en apenas tres días la belleza de un trópico bañado por las mismas aguas de Humboldt que saturan de humedad las costas de mi entorno. En Galápagos –en Puerto Ayora, Tortuga Bay y Puerto Villamil, también en Baltra- todo ha sido cincelado por la furia de Vulcano. Las playas yacen cubiertas de una arena imperceptible que trastoca los sentidos, en estas latitudes la actividad volcánica no se ha detenido y sigue transformando el paisaje. Y si el viajero tiene todavía alguna duda de ello, allí están el volcán Sierra Negra y su maravilloso circuito diseñado por el viento y la lava para hablarnos de la intensa vida interior de este planeta que habitamos con tanto descuido. Es cierto, el archipiélago de las Galápagos es un papel arrugado que apenas ha logrado sobrevivir al incendio universal.

Galápagos no es solamente ese archipiélago preñado de vida, de insólitas criaturas que defienden con su presencia las tesis más astutas sobre la evolución de las especies y las adaptaciones. El archipiélago ecuatoriano es un mosaico de razas y de gentes. Quince mil colonos viven en sus islas, diez mil de ellos en Puerto Ayora, allí donde iniciamos nuestra aventura galapagueña. Galápagos, a pesar de guardar retazos de lo que alguna vez fue en ciertos rincones de la ruta del turismo masivo, es, sobre todo, una comunidad que vive de la misma actividad que pervirtió los días de Aguas Calientes, Cusco o Jacó, en Costa Rica. Todos hablan de lo mismo, todos viven de los dólares del turismo y sus actividades colaterales. Un colono de Puerto Villamil o Puerto Ayora puede obtener ingresos mayores a los setenta mil dólares anuales si se dedica con empeño a la pesca ilegal o a la captura, también prohibida, del pepino de mar, un equinodermo como los erizos de gran demanda en los mercados asiáticos y que va desapareciendo lentamente debido a su recolección desmedida. En Isabela, Minino, el guía que nos llevó a conocer los volcanes más espectaculares de la isla, puede apostar en las carreras de caballo por el aniversario del cantón doscientos dólares y perderlos como si nada: total, en alguno de los bolsillos de su jean deben esconderse los billetes que le permitirán afrontar los gastos  de la borrachera que se avecina.

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Angélica lo sabe. Al fin y al cabo ella es una mulata pobre que trabaja todo el día para guardar algo de dinero y pensar en una nueva vida en Guayaquil. En estas islas de iguanas que nadan en el mar, cactus que crecen sobre la lava y tortugas centenarias, las distancias sociales existen y no son broma. Como en cualquier parte. Por eso en la mañana de mi segundo día en el hotel de Marita Velarde, la peruana que ha construido su reino sobre la mitad del mundo, le pregunto a Angélica si es feliz en Isabela. Ella sonríe, me sirve el desayuno y evade una respuesta. Yo insisto, ella vuelve a sonreír. La tarde la dedico a visitar uno de los manglares de la isla en compañía de Atilio Pisatti, abogado napolitano que vuelve cada año a las islas para regar el jardín de la casa que algún día habrá de alojarlo para siempre. Para Atilio pocos lugares como Isabela han logrado mantenerse al margen de las perturbaciones y el caos estos tiempos; sin embargo, los vientos del progreso –por lo general de la mano de las obras majestuosas de alcaldes de turno- empiezan a soplar, irremediablemente,  en contra del camino al paraíso. Entonces, el bueno de Atilio, arpón en mano y una sonrisa inmensa, desproporcionada, me dice al oído que está en tratos con un amigo ambientalista para adquirir un lote en Floriana, otra de las islas de fantasía del archipiélago donde ha decidido esperar el fin del mundo.

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De regreso por un mar intensamente esmeralda pienso en las contradicciones que nos muestra a cada rato la vida. Atilio preocupado como yo por la salud del planeta, Angélica interesada en acabar pronto el trabajo del día para contar las monedas ahorradas. En el comedor del tercer piso de La Casa de Marita, los linderos que domina muy bien, le pregunto si va a ir a la fiesta de la noche. Me observa con rigor y me dice que sí, que hoy es su día libre y que las fiestas en el polideportivo siempre son un éxito. “Harta novedad”, acota. Tiene razón, todo el pueblo se ha reunido alrededor de la cancha de juegos de Puerto Villamil. Tengo la impresión de que esta geografía es la que he disfrutado en Sullana, en Quilca, en Lamas: la música es la misma, la bulla similar, idénticos los tonos de la epidermis de los concurrentes. Es el Perú, no me queda ninguna duda. Las melodías que explotan en los parlantes al son de Medardo y sus Players invitan al baile y a la cerveza. No me animo, Angélica baila, tímida y altiva, con un colono que trata de seguirle el paso. Atilio, Marita y Oswalado Molestina, un guayaquileño muy gentil que conocí en la embarcación que nos trajo de Puerto Ayora y que también sueña con vivir para siempre en las Galápagos, destacan entre la multitud. Ellos son parte de un eslabón pequeño en la sociedad de la isla, son los blancos de una comunidad eminentemente mestiza. No sé qué lugar ocupar, no soy parte de este mundo fuera del mío, apenas soy un viajero torpe que atisba desde la distancia el movimiento de una ciudad parecida a las que conozco y recorro en mi país.

Pero debo partir, la fibra de Cucaracha, el patrón de la lancha que me ha de trasladar de retorno sale a las cinco de la mañana y no hay nada que hacer. Me acerco donde Angélica con más dudas que certezas. La abrazo con delicadeza y me despido, trato de ser gentil, de no perturbar su inocencia y su distancia; ocupo a pesar de mis deseos más íntimos el lugar que debo ocupar en este juego de transacciones y silencios inútiles. Soy un visitante despistado que no ha entendido las convenciones, que no ha sabido ocupar su sitio. Su estúpido papel en el escenario social que tan bien conoce. Salgo del polideportivo de Puerto Villamil atravesado por una profunda tristeza.

Camino a casa, mientras veo los esteros de Guayaquil desde el cielo azul de una ciudad animosa, pienso en Angélica y compruebo que aún en el paraíso los ángeles tienen una sonrisa triste.

Un mentalista, su hijo y una familia sobre una barca del río Itaya

(Malecón Tarapacá, Iquitos) Sammy tiene cinco años y en casa todos saben que a los diez tendrá que probar ayahuasca, la planta sagrada de la que todos hablan, y buscan, en el malecón Tarapacá, Iquitos, la capital de un departamento peruano tan grande como Alemania. Tiene cinco años y a los diez tendrá que repetir el rito que su padre y su abuelo, también  decenas de otros Nolorbes, sangre de su sangre, hicieron alguna vez al pie del monte, junto a las aguas rumorosas de algún río perdido de la exuberante  Amazonía.

Sammy juega, salta, se mata de risa, coge un palito cualquiera que le sirve de caña de pescar para cazar sin apuros los pescaditos que ya no podrán ser parte del mitológico banquete de boquichicos y palometas  que suelen comer los habitantes de Puerto Clavero, la aldea flotante de este discreto remanso del rio Itaya, al costadito nada más de una ciudad de quinientos mil habitantes e incontables motos y mototaxis.

Marcelino Nolorbe, su padre, es un hombre orgulloso de una prole compuesta, a excepción de Sammy, por mujeres –Mónica, su esposa y Kimberly, Hilary, Girly, Giblery y Elizabeth-   que han aprendido a moverse en este reino de aguas infinitas y plantas que nacen en el fondo barroso de un rio eternamente color chocolate, con la misma destreza con la que se desplazan las anacondas en los caños de la selva o los cazadores quechua-lamistas de Balsa Puerto, el lugar de donde proceden los Nolorbe, una estirpe de médicos que desde el principio de los tiempos se han especializado en dar salud a los enfermos –del alma y del cuerpo- utilizando las plantas, algunas sagradas, que la naturaleza, madre de todos los hombres, ha sabido crear. Paleros, los llaman los entendidos, o simplemente vegetalistas.

Marcelino se sienta en una silla,  y empieza, primero tímidamente, un relato denso, lleno de referencias a médicos antiguos, plantas que dialogan con los gentiles  y diluvios milenarios. Tiene cincuenta y dos años y ésta es su segunda familia. Su primera mujer murió víctima de las malas artes de un brujo, malero les dicen en estos pagos, que al no poder hacerle daño directamente  se las agarró con ella y se la quitó. No quiere, me da esa impresión, ahondar mucho en pasajes de su vida que prefiere olvidar y se lanza a contar relatos de mejores tiempos: “Mi abuelo fue el que me enseñó los secretos del ayahuasca. Yo andaba como de diez años, la edad de mi Sammy, cuando me dio un traguito y me dijo: Quiero que seas mejor que yo, que ayudes a la gente, que te enfrentes a los maleros, a los que quieren hacernos daño, mi abuelo tenía 87 años, él también murió a manos de los maleros”.

“Somos mentalistas”, me dice y empiezo a creerle. En su maloca, balsa, arca de Noé después del diluvio, todo sirve, todo forma parte de una estructura inverosímil, minimalista: un gallo que parece un Ave Fénix, una hamaca que hace las veces de sala y consultorio, un borracho que dormita en el piso de madera y va emitiendo  letanías en una lengua de otros tiempos, un reloj detenido  a los doce del día de un martes 13, supongo. Su casa es una tienda de gitanos, una carpa de volantineros, el gabinete milenario de Melquíades en busca del hielo eterno y los secretos de la alquimia.

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Mónica Pinedo Tapullina, su mujer, reina en  la cocina, allí destapa calderos, troza yucas y plátanos gigantes, alimenta el fuego que cuece los platos que la prole habrá de embutir este mediodía de sol iridiscente y muchos aprendizajes. Solo tiene ojos para el Sammy, el niño que muy pronto entonará ícaros y habrá de platicar con  las plantas, compañeras de los mortales, maestras de la vida y sus recodos.  “La planta que más uso, vuelve a la carga Marcelino, es el huairacaspi, la más potente de todas, la que mejor me habla, la que me dice cosas que ninguna otra sabe decirme. Es el palo que te hace ver todo, el rey del mundo”. “¿Has probado alguno de los palos de la selva, has probado tabaco?”, me interpela. Mónica, en cambio, me observa sin prisas. Soy uno más de los tantos forasteros que han llegado a sus dominios tratando de saber un poco más de una ciencia que empieza a ganar  adeptos entre los viajantes por los malecones de Iquitos.

“Aquí todos nos curamos con plantas, me dice, no hacen faltas médicos vestidos de blanco o inyecciones”. Me cuenta también la historia de Trevor, el perro que entre todas las mujeres de la casa y el buen Sammy cuidaron como uno más y que un día subió los peldaños de madero que el vecindario ha ido poniendo en el barro que asciende hacia el malecón de Iquitos –luces, bocinazos, ruidos extraños- y no pudo volver, un microbús lo aplastó. No hubo planta maestra que pudiera salvarlo de las llantas de una bestia de fierro y tumultos que no había visto nunca en sus dos años y pico de vida sobre una balsa.

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Iquitos, cuadra treinta y tantos de la concurrida avenida Putumayo, tropel de motos y vehículos de toda laya. Me he sentado en una silla del cubil de Ernesto García, tabaquero, para tentar un primer ingreso al mundo de la farmacopea amazónica. Me acompaña Raimon Pla, fotógrafo catalán que desde hace varios años visita el Perú para curarse de los males del alma que en la vieja Europa le es imposible afrontar. “¿Para qué sirve todo esto? Para evitar tanto sufrimiento, construimos fantasías que se nos escapan de las manos y cuando esto ocurre sufrimos…”, me lo había confesado en la mañana, en el lobby del Iguana Haus, uno de los tantos backpackers que han surgido en la capital loretana, otrora destino familiar por excelencia, ahora Meca de jóvenes de todas las pelambres y aventureros en busca de calma.

Raimon confía en Ernesto, un ex campeón de kung fu que aprendió de sus padres el arte de curar con plantas,  y me lo hace saber. Incrédulo miro al maestro y sigo a pie juntillas sus indicaciones. El humo del tabaco llena la habitación y Ernesto me ausculta con cuidado, humo y más humo de un inagotable mapacho, un cigarrillo hecho a pulso con el mejor tabaco regional, de por medio. Al final su diagnóstico es contundente: “Tienes que volver, primero debes dietar con chiric sanango, luego nos volveremos a encontrar…”. Le pregunto por qué, qué oscuro designio retrasa mi primera cita con el ayahuasca : “Estas bien, me responde con absoluto convencimiento, tu cuerpo no está preparado para las plantas que curan…no es el momento”. Raimon se mata de risa y acota con conocimiento: “El chiric sanango es una planta sagrada, una soga que te va a purificar, que te va a limpiar… vamos a conseguirle en el mercado de Belén,”

No había tiempo para más preguntas, para indagar por los motivos de una postergación que no esperaba, debíamos visitar, en la parte posterior de la  casa del propio Ernesto, la escuela de sanación que desde hace un tiempo dirige. Allí, entre la escalera recién construida y el patio donde se amontonan las gallinas y los perros, me espera un grupo de felices estudiantes, todos  aprendices de tabaqueros, que han llegado de  los rincones más inverosímiles del planeta atraídos por una “ciencia”, la de las plantas, mucho más efectiva para curar los males que aquejan a los mortales de un siglo que ha perdido la fe en las medicinas y en las ideologías contemporáneas. Marie, una francesa que hasta hace poco fue una sicóloga exitosa en Perpignan, sur de Francia, me recibe con una alegría desbordante y me cuenta de lo mucho que ha hecho por ella el tabaco de la Amazonía peruana. “Aquí soy feliz, llevo seis meses dietando de la mano de Ernesto, lo que hice antes, las herramientas que usaba en mi consultorio no sirven para nada; el tabaco te habla, te sensibiliza, te abre puertas que de otra manera no podrías abrir”. Lo mismo me pasa a mí, acota otra de las discípulas de Ernesto,  una checa de veinte años que pasó gran parte de su vida en Australia y que ahora  -cuatro meses después de haber llegado a la escuelita del barrio Putumayo- tiene la seguridad de haber dejado atrás la depresión que la venía matando. Conversé también con un español de Valencia y con una israelita que dejó la comodidad de Tel Aviv para encontrar una paz esquiva y más sabiduría: los dos estaban seguros de haber tomado el camino hacia la sanación.

Después de veinte años de abstinencia al tabaco, vuelvo a probar un cigarrillo, seguro de estar en el lugar adecuado para volver a las andanzas. El humo del mapacho te envuelve, te conecta de otra manera con un mundo que creías inexistente y que está allí, potente, sugerente, expresivo. En la casa de sanación de Ernesto conviven hombres y mujeres que han decidido –de motu propio- cruzar un Rubicón  amazónico para encontrar lo que muchas “tribus” humanas están buscando en los confines más recónditos de un planeta que agoniza. “Miles de personas, millones, están hurgando en las plantas maestras una trascendencia, una forma de vivir que occidente hace tiempo perdió. El regreso a Gaia, Guillermo, el regreso a las raíces, el contacto real con la naturaleza”, me lo va susurrando Raimon mientras volvemos al centro de la ciudad. Las calles vibran de jolgorios ajenos  y el cielo nos avienta una lluvia que nos ahoga a pesar de estar dentro de un mototaxi. Yo, anónimo pasajero de un viaje por una dimensión que no es la mía, sonrío seguro de poder encontrar el chiric sanango que debo empezar a tomar.

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Le cuento a Mónica que ni siquiera soy un enfermo imaginario, que el tabaquero de la calle Putumayo me ha mandado de paseo, que debo ir primero al barrio de Belén, al mítico pasaje Paquito, en el mercado más popular de la bulliciosa ciudad de Iquitos, para conseguir la planta que habrá de abrirme el camino de la madre ayahuasca y sonríe. “Es así, todo tiene su tiempo”. Tal vez tengan razón, soy todavía un incrédulo citadino en busca de un convencimiento que tiene sus propios caminos, otras contexturas. Mónica me cuenta que su Sammy es muy travieso y que en la escuela destaca sobre los demás por su habilidad para responder rápido las preguntas de su maestro. ¿Y tu marido, cuéntame algo de su oficio, quiero saber más de su trabajo?, le digo ganado por la confianza y las horas que van pasando: “Marcelino es muy requerido por la gente, sabe mucho y es serio. Mañana se va a ir al monte a trabajar con las plantas, una turista que ha venido de Turquía a sanarse lo ha estado buscando, parece que tiene un tumor avanzado pero  no quiere que la atienda un médico cualquiera, quiere curarse de verdad…”

“Yo nunca he ido al hospital, solo creo en mi medicina”, me cuenta Marcelino Nolorbe de regreso del cubículo donde guarda los frascos y botellas con todas las raíces de su ciencia milenaria, debe habernos escuchado, sospecho. Me dice además que es católico como su padre y su abuelo, como el Sammy y su mujer, como sus hijas y  los demás miembros de su familia dispersa por el bosque. “Yo les rezo a las plantas, les oro y ellas me escuchan, me protegen, como a mi abuelo, como harán con el Sammy…cada planta tiene su espíritu y cada espíritu es diferente. Ya te lo he dicho, para mí la planta más fuerte es el huairacaspi, no hay otra como ella”.

Marcelino habla sin prisa, seguro de lo que sabe, anoto: “En la naturaleza hay plantas de todo tipo, pero también hay remedios que se basan en los animales, por ejemplo las lombrices de río, también la sangre de motelo -una tortuga  que vive entre las playas de arena y las corrientes de los ríos amazónicos- son ideales para las várices”. “En mi botica, aquí en mi casa y en mi tambito en la selva, tengo cantidad de medicina, remedios para todas las enfermedades”. ¿Y cuándo un paciente te busca con una enfermedad muy difícil de curar?, le preguntó pensando en la pasajera turca que deberá atender muy pronto: “Para esos casos tengo un encanto, un espíritu, una piedra santa, cuando no puedo curar con facilidad el encanto me ayuda, también los ícaros”.

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La naturaleza está trabajando para curarse a sí misma, lo ha dicho Ralph Miller, uno de los más prestigiosos investigadores del ayahuasca, la planta sagrada con más blasones de la Amazonía peruana. Mucha gente tiene el convencimiento  de que la humanidad se encuentra en el umbral de un cambio extraordinario, ad portas de un año cero que restablecerá el orden que la industrialización, el consumismo, el fin de la historia tiraron por la borda. Y en Iquitos, otrora capital de la biodiversidad y el ecoturismo, han encontrado el necesario puerto de embarque hacia un océano ciertamente proceloso pero lleno de posibilidades para un mejor vivir. De ese embarcadero ha de partir la turista turca que llegó desde el Bósforo para buscar refugio en las plantas sagradas.

El mencionado Miller afirma que el ayahuasca –la ayahuasca para los que la consideran una deidad femenina- contiene una sustancia psicoactiva muy poderosa llamada Dimetiltriptamina (DMT), un enteógeno producido en la glándula pineal. Los entendidos aseguran que dicha glándula produce DMT en grandes cantidades por lo menos dos veces en la vida de un ser humano: al nacer y al morir. Para los que han hecho de la planta sagrada un camino, una luz, se trata de la llegada y de la partida del alma, ese misterio que el materialismo hace tanto viene negando.  Se piensa que en los primeros años de la adolescencia la glándula pineal humana se atrofia, deja de producir DMT, nos convierte en cuerpo, en materia pura y salvaje. El Ayahuasca vuelve a despertar el cerebro adormecido ya que contiene exactamente la misma estructura bioquímica que la glándula pineal, ese es su secreto.

Todo parece encajar…

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Va cayendo la tarde en Puerto Clavero y cada uno de los miembros de la familia Nolorbe – Mónica Nolorbe, su madre, el bueno de Marcelino, los chicos: Kimberly, Hilary, Girly, Giblery y Elizabeth, también el Sammy-  se arrejuntan al lado de una mesa que apenas puede sostenerse en pie. Todos los sonidos de la tierra se detienen por un instante, el universo entero podría caber en la geografía de una camalonga, una semilla de otra planta sagrada que una vendedora del pasaje Paquito, la botica más extraordinaria de la Amazonía peruana, me aconsejó comprar si es que de verdad quiero andar por el mundo con mejor pie. Marcelino parece cansado, estoy seguro de que sus pensamientos andan por otros lados, debe estar  planeando  la ruta, me imagino, que habrá de tomar mañana para llegar a su tambito al lado del río de siempre y empezar a trabajar muy duro para curar los males de esa paciente que ha llegado de tan lejos. “Vuelve, vas  a volver, me dice, aquí te voy a estar esperando, ya va llegando tu tiempo”.

Entonces la calma en este remanso al lado del Itaya, diminuto tributario del Amazonas, se convierte en movimiento nuevamente, y la maloca, balsa, pedazo del continente flotando sobre un océano atrapado en medio de la selva, empieza a mecerse de nuevo al ritmo de unos ícaros que llegan desde muy lejos.

Había que yasunizar el mundo

(Pantanos de Villa, Chorrillos). En junio del 2006 visité el polémico Lote 31 del Parque Nacional Yasuní, en la selva amazónica del Ecuador, por entonces en manos del consorcio brasileño Petrobras que, enfrentado al gobierno ecuatoriano, intentaba hacer valer sus derechos de propiedad sobre el yacimiento, anteriores todos a la creación del área protegida en 1979. Ese fue un viaje insólito, de aprendizajes como cancha y contradicciones miles (¡ay, la Amazonía nuestra!)  que me permitió conocer, entre otras cosas, a periodistas de la cuenca amazónica interesados en promover una cultura respetuosa de la biodiversidad de una región rica en excesos. Recuerdo algunos de sus nombres: Carolina Eliá, Sergio Amaral, Sandra Lefcovich, Moisés Pinchetski, Jorge Soruco, Leandro Praxedes, Christian Torres y un jovencísimo Miguel Ángel Cárdenas, de El Comercio, terco defensor ahora de los pueblos indígenas de nuestra Amazonía.

En muchas calles de la provincia de Napo, la que hace frontera con nuestro país, el lenguaje de las paredes era claramente opuesto a la explotación petrolera en la región y al TLC, eso dicen las notas que he revisado estos días después de conocer la decisión del gobierno de Rafael Correa de dejar sin efecto la propuesta Yasuní-ITT que tantas esperanzas había creado ente los que todavía creemos en las buenas intenciones y en  la mayoría de grupos ecologistas del planeta.  Como se sabe, un año después de mi viaje a bordo del flotel La Misión (una nave de tres pisos y 120 habitaciones que llevó al grupo con los que viajaba por la manigua amazónica hasta la desembocadura del Gran Río)  Ecuador se comprometió ante el mundo a mantener indefinidamente bajo tierra las reservas petroleras de los campos Ishpingo, Tambococha y  Tiputini (de allí las siglas ITT), en el Parque Nacional Yasuní, a cambio de una retribución internacional equivalente a la mitad de las utilidades que recibiría en caso se explotase el petróleo en el mencionado bloque.

La propuesta ecuatoriana fue recibida con entusiasmo por medio mundo. Se trataba de una iniciativa muy bien planteada que implicaba –lo expuso ante la Asamblea General de la ONU el propio presidente Correa- la creación de un fondo fiduciario con capacidad para recolectar de gobiernos amigos e instituciones internacionales la friolera de US$ 3,600 millones necesarios para compensar las ganancias que hubieran generado para Ecuador los 840 millones de barriles de petróleo que se quedarían  para siempre en lo más profundo de su Amazonía con el propósito de salvarla de la destrucción inminente. La revolucionaria decisión evitaba además la emisión a la atmósfera de 407 millones de toneladas de dióxido de carbono.

Durante los días previos a la navegación por el río Napo que les comento, había tenido la oportunidad de charlar  en Quito con Rosalía Arteaga, presidenta en ese momento de la Organización del Tratado de la Cuenca Amazónica (OTCA) y ex presidenta interina del Ecuador y con Marcelino Chumpi, indígena shuar al mando del Instituto para el Ecodesarrollo de la Región Amazónica (Ecorae), los dos me habían trasmitido una visión sobre el desarrollo que se había ido gestando al calor de la revuelta indígena y su posterior ascenso al poder que no se parecía en nada a la que en el Perú discutía nuestra inteligentsia. Chumpi me había dicho con sorprendente convicción que “los pueblos indígenas ecuatorianos estaban forjando una sociedad pluricultural respetuosa de la realidad socioambiental de la Amazonía”.

Tenía razón, en el 2008 se aprobó una Constitución que por primera vez en la historia de América Latina incluía entre sus principales enunciados el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Los ecuatorianos, escuchando el clamor de sus pueblos originarios y mestizos, herederos de una tradición milenaria de respeto a la Mama Pacha, introdujeron en su Carta Magna un concepto que hasta ahora me emociona: el del buen vivir o sumak kawsay. “Soñamos con un país en donde los seres humanos convivamos armoniosamente con la naturaleza, con sus plantas, con sus animales, con sus ríos y sus lagunas, con su mar, con su aire y todos aquellos elementos y espíritus que hacen la vida posible y bella”, se llegó a decir durante los largos debates parlamentarios que precedieron a la firma de la llamada constitución de Montecristi. Extraordinario.

Sé que Correa no es santo de la devoción de quienes manejan la cosa pública en el Perú y en la mayoría de países de nuestra región. Sus peroratas y muchas de las medidas que ha tomado para fortalecer su propuesta de gobierno no generan simpatía entre los defensores de esta modernidad neoliberal tan absurda y suicida. Pero que un gobierno soberano decidiera pararle el macho a la sinrazón y proponer una medida como la del Yasuní me tenía tremendamente ilusionado. Y no solamente a mí, en diferentes foros, en ciertos corrillos académicos y en todas las redacciones de los medios de comunicación alternativos (y no alineados), el verbo “yasunizar” empezó a hacerse fuerte. En Guatemala, Nueva Zelanda, Noruega y Nigeria, se prendió la chispa de iniciativas como la ecuatoriana, en todos los casos intentando frenar a este neo-extractivismo abusivo que convierte en campos baldíos los bosques y selvas donde se esconden los hidrocarburos y demás recursos naturales.

El sueño del sumak kawsay  -también el del suma qamaña o buen convivir) que empezábamos a digerir sin tantas arcadas se esfumó de sopetón el jueves último con el anuncio de Correa de dejar sin efecto la iniciativa Yasuní-ITT debido la poca efectividad de la campaña que su gobierno había activado con el propósito de recaudar los fondos necesarios para hacer viable la propuesta. Un  descorazonado Rafael Correa comunicó el jueves pasado a la opinión pública de su país que todo volvía a fojas cero y que estaba enviando al parlamento nacional un proyecto de ley para iniciar la explotación de hidrocarburos en el Lote 31. “El mundo nos ha fallado”, comunicó con el  mismo dramatismo con que ha trasmitido sus decisiones más polémicas. Dijo también que solo se había logrado recaudar US$ 13, 3 millones en dinero contante y sonante y US$ 116 en compromisos por cumplir; es decir un 0.37 % de lo requerido. Esta vez, empero no ha recibido el aplauso de las multitudes que han manifestado su extrañeza con una decisión que atenta contra la dignidad de un pueblo que aprobaba casi al unísono la decisión del 2007. Una encuesta  realizada en junio de este año había señalado que en Guayaquil y Quito el nivel de aprobación de la medida alcanzaba un poderoso 93 % entre los consultados