Un mentalista, su hijo y una familia sobre una barca del río Itaya

(Malecón Tarapacá, Iquitos) Sammy tiene cinco años y en casa todos saben que a los diez tendrá que probar ayahuasca, la planta sagrada de la que todos hablan, y buscan, en el malecón Tarapacá, Iquitos, la capital de un departamento peruano tan grande como Alemania. Tiene cinco años y a los diez tendrá que repetir el rito que su padre y su abuelo, también  decenas de otros Nolorbes, sangre de su sangre, hicieron alguna vez al pie del monte, junto a las aguas rumorosas de algún río perdido de la exuberante  Amazonía.

Sammy juega, salta, se mata de risa, coge un palito cualquiera que le sirve de caña de pescar para cazar sin apuros los pescaditos que ya no podrán ser parte del mitológico banquete de boquichicos y palometas  que suelen comer los habitantes de Puerto Clavero, la aldea flotante de este discreto remanso del rio Itaya, al costadito nada más de una ciudad de quinientos mil habitantes e incontables motos y mototaxis.

Marcelino Nolorbe, su padre, es un hombre orgulloso de una prole compuesta, a excepción de Sammy, por mujeres –Mónica, su esposa y Kimberly, Hilary, Girly, Giblery y Elizabeth-   que han aprendido a moverse en este reino de aguas infinitas y plantas que nacen en el fondo barroso de un rio eternamente color chocolate, con la misma destreza con la que se desplazan las anacondas en los caños de la selva o los cazadores quechua-lamistas de Balsa Puerto, el lugar de donde proceden los Nolorbe, una estirpe de médicos que desde el principio de los tiempos se han especializado en dar salud a los enfermos –del alma y del cuerpo- utilizando las plantas, algunas sagradas, que la naturaleza, madre de todos los hombres, ha sabido crear. Paleros, los llaman los entendidos, o simplemente vegetalistas.

Marcelino se sienta en una silla,  y empieza, primero tímidamente, un relato denso, lleno de referencias a médicos antiguos, plantas que dialogan con los gentiles  y diluvios milenarios. Tiene cincuenta y dos años y ésta es su segunda familia. Su primera mujer murió víctima de las malas artes de un brujo, malero les dicen en estos pagos, que al no poder hacerle daño directamente  se las agarró con ella y se la quitó. No quiere, me da esa impresión, ahondar mucho en pasajes de su vida que prefiere olvidar y se lanza a contar relatos de mejores tiempos: “Mi abuelo fue el que me enseñó los secretos del ayahuasca. Yo andaba como de diez años, la edad de mi Sammy, cuando me dio un traguito y me dijo: Quiero que seas mejor que yo, que ayudes a la gente, que te enfrentes a los maleros, a los que quieren hacernos daño, mi abuelo tenía 87 años, él también murió a manos de los maleros”.

“Somos mentalistas”, me dice y empiezo a creerle. En su maloca, balsa, arca de Noé después del diluvio, todo sirve, todo forma parte de una estructura inverosímil, minimalista: un gallo que parece un Ave Fénix, una hamaca que hace las veces de sala y consultorio, un borracho que dormita en el piso de madera y va emitiendo  letanías en una lengua de otros tiempos, un reloj detenido  a los doce del día de un martes 13, supongo. Su casa es una tienda de gitanos, una carpa de volantineros, el gabinete milenario de Melquíades en busca del hielo eterno y los secretos de la alquimia.

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Mónica Pinedo Tapullina, su mujer, reina en  la cocina, allí destapa calderos, troza yucas y plátanos gigantes, alimenta el fuego que cuece los platos que la prole habrá de embutir este mediodía de sol iridiscente y muchos aprendizajes. Solo tiene ojos para el Sammy, el niño que muy pronto entonará ícaros y habrá de platicar con  las plantas, compañeras de los mortales, maestras de la vida y sus recodos.  “La planta que más uso, vuelve a la carga Marcelino, es el huairacaspi, la más potente de todas, la que mejor me habla, la que me dice cosas que ninguna otra sabe decirme. Es el palo que te hace ver todo, el rey del mundo”. “¿Has probado alguno de los palos de la selva, has probado tabaco?”, me interpela. Mónica, en cambio, me observa sin prisas. Soy uno más de los tantos forasteros que han llegado a sus dominios tratando de saber un poco más de una ciencia que empieza a ganar  adeptos entre los viajantes por los malecones de Iquitos.

“Aquí todos nos curamos con plantas, me dice, no hacen faltas médicos vestidos de blanco o inyecciones”. Me cuenta también la historia de Trevor, el perro que entre todas las mujeres de la casa y el buen Sammy cuidaron como uno más y que un día subió los peldaños de madero que el vecindario ha ido poniendo en el barro que asciende hacia el malecón de Iquitos –luces, bocinazos, ruidos extraños- y no pudo volver, un microbús lo aplastó. No hubo planta maestra que pudiera salvarlo de las llantas de una bestia de fierro y tumultos que no había visto nunca en sus dos años y pico de vida sobre una balsa.

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Iquitos, cuadra treinta y tantos de la concurrida avenida Putumayo, tropel de motos y vehículos de toda laya. Me he sentado en una silla del cubil de Ernesto García, tabaquero, para tentar un primer ingreso al mundo de la farmacopea amazónica. Me acompaña Raimon Pla, fotógrafo catalán que desde hace varios años visita el Perú para curarse de los males del alma que en la vieja Europa le es imposible afrontar. “¿Para qué sirve todo esto? Para evitar tanto sufrimiento, construimos fantasías que se nos escapan de las manos y cuando esto ocurre sufrimos…”, me lo había confesado en la mañana, en el lobby del Iguana Haus, uno de los tantos backpackers que han surgido en la capital loretana, otrora destino familiar por excelencia, ahora Meca de jóvenes de todas las pelambres y aventureros en busca de calma.

Raimon confía en Ernesto, un ex campeón de kung fu que aprendió de sus padres el arte de curar con plantas,  y me lo hace saber. Incrédulo miro al maestro y sigo a pie juntillas sus indicaciones. El humo del tabaco llena la habitación y Ernesto me ausculta con cuidado, humo y más humo de un inagotable mapacho, un cigarrillo hecho a pulso con el mejor tabaco regional, de por medio. Al final su diagnóstico es contundente: “Tienes que volver, primero debes dietar con chiric sanango, luego nos volveremos a encontrar…”. Le pregunto por qué, qué oscuro designio retrasa mi primera cita con el ayahuasca : “Estas bien, me responde con absoluto convencimiento, tu cuerpo no está preparado para las plantas que curan…no es el momento”. Raimon se mata de risa y acota con conocimiento: “El chiric sanango es una planta sagrada, una soga que te va a purificar, que te va a limpiar… vamos a conseguirle en el mercado de Belén,”

No había tiempo para más preguntas, para indagar por los motivos de una postergación que no esperaba, debíamos visitar, en la parte posterior de la  casa del propio Ernesto, la escuela de sanación que desde hace un tiempo dirige. Allí, entre la escalera recién construida y el patio donde se amontonan las gallinas y los perros, me espera un grupo de felices estudiantes, todos  aprendices de tabaqueros, que han llegado de  los rincones más inverosímiles del planeta atraídos por una “ciencia”, la de las plantas, mucho más efectiva para curar los males que aquejan a los mortales de un siglo que ha perdido la fe en las medicinas y en las ideologías contemporáneas. Marie, una francesa que hasta hace poco fue una sicóloga exitosa en Perpignan, sur de Francia, me recibe con una alegría desbordante y me cuenta de lo mucho que ha hecho por ella el tabaco de la Amazonía peruana. “Aquí soy feliz, llevo seis meses dietando de la mano de Ernesto, lo que hice antes, las herramientas que usaba en mi consultorio no sirven para nada; el tabaco te habla, te sensibiliza, te abre puertas que de otra manera no podrías abrir”. Lo mismo me pasa a mí, acota otra de las discípulas de Ernesto,  una checa de veinte años que pasó gran parte de su vida en Australia y que ahora  -cuatro meses después de haber llegado a la escuelita del barrio Putumayo- tiene la seguridad de haber dejado atrás la depresión que la venía matando. Conversé también con un español de Valencia y con una israelita que dejó la comodidad de Tel Aviv para encontrar una paz esquiva y más sabiduría: los dos estaban seguros de haber tomado el camino hacia la sanación.

Después de veinte años de abstinencia al tabaco, vuelvo a probar un cigarrillo, seguro de estar en el lugar adecuado para volver a las andanzas. El humo del mapacho te envuelve, te conecta de otra manera con un mundo que creías inexistente y que está allí, potente, sugerente, expresivo. En la casa de sanación de Ernesto conviven hombres y mujeres que han decidido –de motu propio- cruzar un Rubicón  amazónico para encontrar lo que muchas “tribus” humanas están buscando en los confines más recónditos de un planeta que agoniza. “Miles de personas, millones, están hurgando en las plantas maestras una trascendencia, una forma de vivir que occidente hace tiempo perdió. El regreso a Gaia, Guillermo, el regreso a las raíces, el contacto real con la naturaleza”, me lo va susurrando Raimon mientras volvemos al centro de la ciudad. Las calles vibran de jolgorios ajenos  y el cielo nos avienta una lluvia que nos ahoga a pesar de estar dentro de un mototaxi. Yo, anónimo pasajero de un viaje por una dimensión que no es la mía, sonrío seguro de poder encontrar el chiric sanango que debo empezar a tomar.

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Le cuento a Mónica que ni siquiera soy un enfermo imaginario, que el tabaquero de la calle Putumayo me ha mandado de paseo, que debo ir primero al barrio de Belén, al mítico pasaje Paquito, en el mercado más popular de la bulliciosa ciudad de Iquitos, para conseguir la planta que habrá de abrirme el camino de la madre ayahuasca y sonríe. “Es así, todo tiene su tiempo”. Tal vez tengan razón, soy todavía un incrédulo citadino en busca de un convencimiento que tiene sus propios caminos, otras contexturas. Mónica me cuenta que su Sammy es muy travieso y que en la escuela destaca sobre los demás por su habilidad para responder rápido las preguntas de su maestro. ¿Y tu marido, cuéntame algo de su oficio, quiero saber más de su trabajo?, le digo ganado por la confianza y las horas que van pasando: “Marcelino es muy requerido por la gente, sabe mucho y es serio. Mañana se va a ir al monte a trabajar con las plantas, una turista que ha venido de Turquía a sanarse lo ha estado buscando, parece que tiene un tumor avanzado pero  no quiere que la atienda un médico cualquiera, quiere curarse de verdad…”

“Yo nunca he ido al hospital, solo creo en mi medicina”, me cuenta Marcelino Nolorbe de regreso del cubículo donde guarda los frascos y botellas con todas las raíces de su ciencia milenaria, debe habernos escuchado, sospecho. Me dice además que es católico como su padre y su abuelo, como el Sammy y su mujer, como sus hijas y  los demás miembros de su familia dispersa por el bosque. “Yo les rezo a las plantas, les oro y ellas me escuchan, me protegen, como a mi abuelo, como harán con el Sammy…cada planta tiene su espíritu y cada espíritu es diferente. Ya te lo he dicho, para mí la planta más fuerte es el huairacaspi, no hay otra como ella”.

Marcelino habla sin prisa, seguro de lo que sabe, anoto: “En la naturaleza hay plantas de todo tipo, pero también hay remedios que se basan en los animales, por ejemplo las lombrices de río, también la sangre de motelo -una tortuga  que vive entre las playas de arena y las corrientes de los ríos amazónicos- son ideales para las várices”. “En mi botica, aquí en mi casa y en mi tambito en la selva, tengo cantidad de medicina, remedios para todas las enfermedades”. ¿Y cuándo un paciente te busca con una enfermedad muy difícil de curar?, le preguntó pensando en la pasajera turca que deberá atender muy pronto: “Para esos casos tengo un encanto, un espíritu, una piedra santa, cuando no puedo curar con facilidad el encanto me ayuda, también los ícaros”.

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La naturaleza está trabajando para curarse a sí misma, lo ha dicho Ralph Miller, uno de los más prestigiosos investigadores del ayahuasca, la planta sagrada con más blasones de la Amazonía peruana. Mucha gente tiene el convencimiento  de que la humanidad se encuentra en el umbral de un cambio extraordinario, ad portas de un año cero que restablecerá el orden que la industrialización, el consumismo, el fin de la historia tiraron por la borda. Y en Iquitos, otrora capital de la biodiversidad y el ecoturismo, han encontrado el necesario puerto de embarque hacia un océano ciertamente proceloso pero lleno de posibilidades para un mejor vivir. De ese embarcadero ha de partir la turista turca que llegó desde el Bósforo para buscar refugio en las plantas sagradas.

El mencionado Miller afirma que el ayahuasca –la ayahuasca para los que la consideran una deidad femenina- contiene una sustancia psicoactiva muy poderosa llamada Dimetiltriptamina (DMT), un enteógeno producido en la glándula pineal. Los entendidos aseguran que dicha glándula produce DMT en grandes cantidades por lo menos dos veces en la vida de un ser humano: al nacer y al morir. Para los que han hecho de la planta sagrada un camino, una luz, se trata de la llegada y de la partida del alma, ese misterio que el materialismo hace tanto viene negando.  Se piensa que en los primeros años de la adolescencia la glándula pineal humana se atrofia, deja de producir DMT, nos convierte en cuerpo, en materia pura y salvaje. El Ayahuasca vuelve a despertar el cerebro adormecido ya que contiene exactamente la misma estructura bioquímica que la glándula pineal, ese es su secreto.

Todo parece encajar…

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Va cayendo la tarde en Puerto Clavero y cada uno de los miembros de la familia Nolorbe – Mónica Nolorbe, su madre, el bueno de Marcelino, los chicos: Kimberly, Hilary, Girly, Giblery y Elizabeth, también el Sammy-  se arrejuntan al lado de una mesa que apenas puede sostenerse en pie. Todos los sonidos de la tierra se detienen por un instante, el universo entero podría caber en la geografía de una camalonga, una semilla de otra planta sagrada que una vendedora del pasaje Paquito, la botica más extraordinaria de la Amazonía peruana, me aconsejó comprar si es que de verdad quiero andar por el mundo con mejor pie. Marcelino parece cansado, estoy seguro de que sus pensamientos andan por otros lados, debe estar  planeando  la ruta, me imagino, que habrá de tomar mañana para llegar a su tambito al lado del río de siempre y empezar a trabajar muy duro para curar los males de esa paciente que ha llegado de tan lejos. “Vuelve, vas  a volver, me dice, aquí te voy a estar esperando, ya va llegando tu tiempo”.

Entonces la calma en este remanso al lado del Itaya, diminuto tributario del Amazonas, se convierte en movimiento nuevamente, y la maloca, balsa, pedazo del continente flotando sobre un océano atrapado en medio de la selva, empieza a mecerse de nuevo al ritmo de unos ícaros que llegan desde muy lejos.

Publicado el septiembre 5, 2013 en Uncategorized. Añade a favoritos el enlace permanente. Deja un comentario.

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