Archivos Mensuales: agosto 2013

Había que yasunizar el mundo

(Pantanos de Villa, Chorrillos). En junio del 2006 visité el polémico Lote 31 del Parque Nacional Yasuní, en la selva amazónica del Ecuador, por entonces en manos del consorcio brasileño Petrobras que, enfrentado al gobierno ecuatoriano, intentaba hacer valer sus derechos de propiedad sobre el yacimiento, anteriores todos a la creación del área protegida en 1979. Ese fue un viaje insólito, de aprendizajes como cancha y contradicciones miles (¡ay, la Amazonía nuestra!)  que me permitió conocer, entre otras cosas, a periodistas de la cuenca amazónica interesados en promover una cultura respetuosa de la biodiversidad de una región rica en excesos. Recuerdo algunos de sus nombres: Carolina Eliá, Sergio Amaral, Sandra Lefcovich, Moisés Pinchetski, Jorge Soruco, Leandro Praxedes, Christian Torres y un jovencísimo Miguel Ángel Cárdenas, de El Comercio, terco defensor ahora de los pueblos indígenas de nuestra Amazonía.

En muchas calles de la provincia de Napo, la que hace frontera con nuestro país, el lenguaje de las paredes era claramente opuesto a la explotación petrolera en la región y al TLC, eso dicen las notas que he revisado estos días después de conocer la decisión del gobierno de Rafael Correa de dejar sin efecto la propuesta Yasuní-ITT que tantas esperanzas había creado ente los que todavía creemos en las buenas intenciones y en  la mayoría de grupos ecologistas del planeta.  Como se sabe, un año después de mi viaje a bordo del flotel La Misión (una nave de tres pisos y 120 habitaciones que llevó al grupo con los que viajaba por la manigua amazónica hasta la desembocadura del Gran Río)  Ecuador se comprometió ante el mundo a mantener indefinidamente bajo tierra las reservas petroleras de los campos Ishpingo, Tambococha y  Tiputini (de allí las siglas ITT), en el Parque Nacional Yasuní, a cambio de una retribución internacional equivalente a la mitad de las utilidades que recibiría en caso se explotase el petróleo en el mencionado bloque.

La propuesta ecuatoriana fue recibida con entusiasmo por medio mundo. Se trataba de una iniciativa muy bien planteada que implicaba –lo expuso ante la Asamblea General de la ONU el propio presidente Correa- la creación de un fondo fiduciario con capacidad para recolectar de gobiernos amigos e instituciones internacionales la friolera de US$ 3,600 millones necesarios para compensar las ganancias que hubieran generado para Ecuador los 840 millones de barriles de petróleo que se quedarían  para siempre en lo más profundo de su Amazonía con el propósito de salvarla de la destrucción inminente. La revolucionaria decisión evitaba además la emisión a la atmósfera de 407 millones de toneladas de dióxido de carbono.

Durante los días previos a la navegación por el río Napo que les comento, había tenido la oportunidad de charlar  en Quito con Rosalía Arteaga, presidenta en ese momento de la Organización del Tratado de la Cuenca Amazónica (OTCA) y ex presidenta interina del Ecuador y con Marcelino Chumpi, indígena shuar al mando del Instituto para el Ecodesarrollo de la Región Amazónica (Ecorae), los dos me habían trasmitido una visión sobre el desarrollo que se había ido gestando al calor de la revuelta indígena y su posterior ascenso al poder que no se parecía en nada a la que en el Perú discutía nuestra inteligentsia. Chumpi me había dicho con sorprendente convicción que “los pueblos indígenas ecuatorianos estaban forjando una sociedad pluricultural respetuosa de la realidad socioambiental de la Amazonía”.

Tenía razón, en el 2008 se aprobó una Constitución que por primera vez en la historia de América Latina incluía entre sus principales enunciados el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Los ecuatorianos, escuchando el clamor de sus pueblos originarios y mestizos, herederos de una tradición milenaria de respeto a la Mama Pacha, introdujeron en su Carta Magna un concepto que hasta ahora me emociona: el del buen vivir o sumak kawsay. “Soñamos con un país en donde los seres humanos convivamos armoniosamente con la naturaleza, con sus plantas, con sus animales, con sus ríos y sus lagunas, con su mar, con su aire y todos aquellos elementos y espíritus que hacen la vida posible y bella”, se llegó a decir durante los largos debates parlamentarios que precedieron a la firma de la llamada constitución de Montecristi. Extraordinario.

Sé que Correa no es santo de la devoción de quienes manejan la cosa pública en el Perú y en la mayoría de países de nuestra región. Sus peroratas y muchas de las medidas que ha tomado para fortalecer su propuesta de gobierno no generan simpatía entre los defensores de esta modernidad neoliberal tan absurda y suicida. Pero que un gobierno soberano decidiera pararle el macho a la sinrazón y proponer una medida como la del Yasuní me tenía tremendamente ilusionado. Y no solamente a mí, en diferentes foros, en ciertos corrillos académicos y en todas las redacciones de los medios de comunicación alternativos (y no alineados), el verbo “yasunizar” empezó a hacerse fuerte. En Guatemala, Nueva Zelanda, Noruega y Nigeria, se prendió la chispa de iniciativas como la ecuatoriana, en todos los casos intentando frenar a este neo-extractivismo abusivo que convierte en campos baldíos los bosques y selvas donde se esconden los hidrocarburos y demás recursos naturales.

El sueño del sumak kawsay  -también el del suma qamaña o buen convivir) que empezábamos a digerir sin tantas arcadas se esfumó de sopetón el jueves último con el anuncio de Correa de dejar sin efecto la iniciativa Yasuní-ITT debido la poca efectividad de la campaña que su gobierno había activado con el propósito de recaudar los fondos necesarios para hacer viable la propuesta. Un  descorazonado Rafael Correa comunicó el jueves pasado a la opinión pública de su país que todo volvía a fojas cero y que estaba enviando al parlamento nacional un proyecto de ley para iniciar la explotación de hidrocarburos en el Lote 31. “El mundo nos ha fallado”, comunicó con el  mismo dramatismo con que ha trasmitido sus decisiones más polémicas. Dijo también que solo se había logrado recaudar US$ 13, 3 millones en dinero contante y sonante y US$ 116 en compromisos por cumplir; es decir un 0.37 % de lo requerido. Esta vez, empero no ha recibido el aplauso de las multitudes que han manifestado su extrañeza con una decisión que atenta contra la dignidad de un pueblo que aprobaba casi al unísono la decisión del 2007. Una encuesta  realizada en junio de este año había señalado que en Guayaquil y Quito el nivel de aprobación de la medida alcanzaba un poderoso 93 % entre los consultados

La bailarina del piso de abajo (2). Sendero, el Apra y el camino de la reconciliación…

(Chavín de Huántar, callejón de Conchucos, Ancash) He tenido la suerte de haber cultivado durante mi vida amistades a prueba de todo, como la que me precio de mantener con el poeta Enrique Sánchez Hernani, compañero de credo reirrojino, periodista de fuste y dedicado patriarca de una estirpe de muchachos y muchachas a los que miro con orgullo cuando veo, de soslayo, lo mucho que hacen por llenar de luces este mundo absurdo, antojadizo. Debo confesar que guardo en un rincón privilegiado de mi biblioteca todos los poemarios que Kike nos ha ido regalando y que llevan –lo máximo- su dedicatoria, siempre cómplice, cariñosa, delicada. Valoro su amistad, me alegra mantener con él a la distancia un diálogo permanente, una misma visión de lo que nos queda por hacer. Tuve la suerte, además, de ser uno de los primeros lectores de su magnífico “Quise decir adiós”, arreglo de cuentas con ese amigo entrañable y certero que tuvimos en común: Constantino Carvallo.

2.
No doy más señas de esta relación de pares, afectuosa y de varios lustros, para no echarme a llorar por todo el amor que supo dispensar a los míos con su pluma auténtica en esos meses furiosos del 2009.

3.
Kike me escribe, siempre atento, en guardia, a propósito de mi última nota sobre Maritza Garrido Lecca, la compañera que frecuenté a finales de los ochenta y que está a punto de cumplir la condena de 25 años de prisión que la justicia de nuestro país le impuso por alojar en su casa al tristemente célebre Abimael Guzmán, el líder del PCP-SL, el partido político que tiñó de sangre al Perú durante tanto tiempo, casi todos los de mi juventud. Kike me advierte de una condescendencia demasiado peligrosa con una persona que no se ha arrepentido públicamente de su pertenencia a un partido horroroso, cuya sola recordación es para la mayoría de peruanos sinónimo de espanto. Tiene razón, debo decirlo, sus dudas y los convencimientos que expresa en las muchas notas que me mandó durante las horas de nuestra larga correspondencia digital, son también los míos; aquello que les confesé en “La bailarina del piso de abajo”, el textito de la semana pasada, trasuntaban la nostalgia de volver a tener noticias de una amiga a la que considero víctima también, como miles y miles de peruanos, de una violencia inmunda, espantosa y repetida, que todavía nos trasiega el alma colectiva y que de alguna manera debemos frenar.

4.
Hace mucho que sostengo que la de Sendero Luminoso no ha sido la única pesadilla violentista que nos ha tocado vivir como colectivo; afirmo también que hemos podido dejar atrás –en otros momentos de nuestra historia- las bestialidades que detonaron lo peor de nosotros con el objetivo de mirar hacia adelante y empezar de nuevo desde cero.

No ha sido la vorágine violentista de las décadas de los años 80 y 90 (y sus secuelas en el VRAEM y otros narcoterritorios) la única que ha sacudido la vida social de este país de prolongadas guerras civiles. Lo he comentado en un texto de hace algunos meses sobre el Movadef y también en unos tuits que pergeñé a los pocos días de la muerte de Armando Villanueva del Campo: en 1979 los peruanos ungimos como presidente de la Asamblea Constituyente a Víctor Raúl Haya de la Torre, un político que en la década del treinta había sido condenado a muerte acusado de ser autor intelectual del crimen del presidente Luis M. Sánchez Cerro, asesinado (¿ejecutado?) por Abelardo Mendoza Leiva, un obrero con probados antecedentes de aprista (al decir de Luis Alberto Sánchez, el biógrafo más notable de Haya) a la salida del hipódromo de Santa Beatriz, en abril de 1933, en pleno conflicto armado con Colombia.

Debo mencionar, para ser objetivos y honrar a la veracidad histórica, que el Mocho Sánchez Cerro, así su mote de soldado duro y obstinado, se había salvado en marzo del año anterior de una muerte segura luego de ser “abatido de un balazo en el pecho por el joven aprista José Arnaldo Melgar Márquez”. Este hecho, y otros más, fueron los detonantes de la revolución aprista de Trujillo de 1932, la del bombardeo aéreo a la mencionada ciudad y los fusilamientos (¿asesinatos extra judiciales?) de Chan Chan; fatídico punto de partida de una prolongada guerra civil que durante décadas, no exagero, dividió a los peruanos. Copio a Sánchez textualmente: “La toma de Lima por las fuerzas de la Coalición el 17 de marzo de 1895 (se refiere a la guerra civil entre pierolistas y caceristas) costó dos mil muertos; la defensa y toma de Trujillo significó alrededor de cinco mil cadáveres, la inmensa mayoría apristas asesinados bajo el disfraz de ejecuciones sumarias sin interrogatorio ni sentencia previa.”

¿Cuántos compatriotas –apristas, militares, civiles- murieron en esa larga guerra civil que tuvo al Apra como actor principalísimo?. El Apra de la clandestinidad y las catacumbas fue, para muchos peruanos, una secta de fanáticos capaz de protagonizar acciones de terror de una alevosía impensable. Tanto así que el partido del pueblo, el de Haya de la Torre, fue declarado ilegal, proscrito, durante muchos años.

No se trata de ingresar a la tenebrosa discusión de “nosotros matamos menos” (o más) y volver tras los pasos de personalidades que en su momento fueron catalogados por los servicios de seguridad nacional como vulgares terroristas…y que con el correr de los años se convirtieron en renombrados políticos al mando la Nación. Armando Villanueva, uno de ellos, en alguna entrevista llegó a admitir que en los años de la barbarie se vio precisado a disparar a matar para salvar su vida. Villanueva del Campo, para los que no han repasado nuestra historia contemporánea, fue el candidato del aprismo en la contienda electoral de 1980 y ministro de Estado durante el primer gobierno de Alan García.

¿Dónde quiero llegar?.
Digamos que al principio de esta perorata. No se trata de olvidar lo que pasó, ni mucho menos de hacer mutis y saltarnos a la garrocha los crímenes cometidos por aquellos que purgan prisión o han pasado piola, protegidos por la impunidad y el “miremos para otro lado”. Sin embargo, es tiempo también de la reflexión sensata y el análisis riguroso de lo que nos tocó vivir. Fuimos, los que pasamos por esa temporada en el infierno, por ese terror cainita, embestidos por un vendaval de increíbles proporciones; fuimos víctimas de una pesadilla cruel y tristísima. Salir de ese shock emocional tiene que obligarnos a los grandes gestos. No sé cuáles fueron los que hicieron los protagonistas de la barbarie que acabo de reseñar –apristas y militares, civiles de ambos bandos- para restañar heridas e intentar –con éxito- la reconciliación. El aprismo insurreccional del 32, 35, 48, el que se enfrentó a balazos a Odría durante el ochenio (1948-1956); los militares que se llevaron de encuentro la legalidad y el respeto a los derechos humanos, fueron capaces de virar en otra dirección, adocenarse y participar de manera diferente de la vida nacional. No sé si el país les pidió a los apristas rendirse, abdicar de sus ideas aurorales, doblar la cerviz, no lo sé, quisiera que lo comenten los historiadores, los politólogos. Nos podrían señalar un derrotero.

Soy un convencido de que al radicalismo de los que quieren que el Perú siga siendo un campo de Agramante hay que combatirlo con sensatez, espíritu ecuménico, tolerancia, mucho diálogo. Y a los que quieren revivir la violencia enquistada en nuestro cuerpo social hay que ganarlos con la verdad y sin provocaciones. Estoy proponiendo, lo sé, un ideario gaseoso, ligth, podría decir que hasta un poco cantinflesco. Sucede que solo soy un educador que ha hecho del intento de comprender al otro su bandera de lucha, su ideología de combate. O como dijo alguien por allí, tratando de minimizar mi propuesta, solo un poeta.

Saludos, hermano Kike Sánchez, espero seguir soñando contigo con un país reconciliado y en paz y que nuestro diálogo, hecho público de alguna manera, sirva para generar un debate –no importa que sea entre patas- que proponga soluciones a este drama que tanto nos aflige.

La bailarina del piso de abajo

(Pantanos de Villa, Chorrillos, Lima) En el verano del 87 viví con Cecilia en una casita del parque Grau, en San Bartolo, sobre la playa sur, la de mis mataperradas de niño. Todavía no habían nacido mis hijos, la irresponsabilidad y el jolgorio eran parte del pan nuestro de cada día. Ese año nuevo lo recibimos con Rafael Dávila-Franco y Maritza Garrido-Lecca, compañeros de trabajo en Los Reyes Rojos y buenos amigos. La pasamos bien, conversando de todo y soñando, estoy seguro, con mejores tiempos. Éramos jóvenes y totalmente irreverentes, nos animaba el deseo de empezar de cero.

El tiempo pasó, dejé de verlos, de frecuentarlos. De los dos solo me mantenía al tanto de las correrías políticas de Rafo, un poeta sensible, un permanente azuzador de incendios, militante acérrimo de Kloaka, la banda de extraviados que comandaba Roger Santiváñez. Luego me enteraría que su romance había terminado abruptamente y que el bueno de Dávila, recoletano como yo y autor de un poemario que suelo releer de vez en cuando, Animal de las veredas, andaba dando botes, despechado y al borde del colapso. Más filosenderista que nunca…qué generación la nuestra, vivíamos en medio del fuego de unos y otros.

En setiembre del 92, ya en casa Guillermo y Javier, mis hijos y Fujimori en pleno uso (y abuso) de su propuesta de facto, Abimael Guzmán, el terrorífico líder de Sendero Luminoso, fue capturado, manso como una paloma, en una casa de una mesocrática urbanización de Surquillo. Los que considerábamos improbable la captura del Presidente Gonzalo, en ese momento a la cabeza de un movimiento victorioso que había puesto en jaque al gobierno –Tarata, dixit-, no lo podíamos creer. Menos todavía que fuera Maritza la anfitriona del caudillo del PCP-SL.

A partir de su presentación a la prensa al día siguiente, furiosa, exaltadísima, desbocada, la historia de la bailarina que ocultaba al líder senderista en el segundo piso de su academia de baile ha sido harto manoseada. Como se sabe, Maritza fue condenada a cadena perpetua en un juicio sumario que tiempo después fue revisado y ahora cumple los últimos años de una pena que habrá de terminar el 2017, veinticinco años después de haber perdido la inocencia.

Espero volver a verla, no me queda ninguna duda. La última vez que nos vimos, una tarde cualquiera, en el patio de la cárcel de mujeres de Chorrillos nos saludamos como dos viejos compañeros. Rememoramos los días de nuestra vieja relación y me preguntó, con afecto, por los míos. Como me lo comentó el padre Hubert Lanssiers a la salida del penal, la vida no se extingue detrás de los barrotes de una cárcel de máxima seguridad. Tampoco la amistad, ni las complicidades.

Saludos desde esta esquina, Maritza, te he recordado esta tarde fría de invierno y he pensado mucho en ti. Que los días pasen de prisa y que puedas encontrar a tu padre en casa, cuando te toque volver a esta ciudad triste que suele ser cruel con todos los disidentes.

Y ojalá que podamos volver a caminar por el malecón de San Bartolo, nostálgicos y llenos de ilusión…